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La música nos conmueve. Conmoverse es «ser en algo a la vez». Somos, entonces, música.
Escuchando sus últimos cuartetos para cuerdas, podemos reconocer en la inmensa tristeza de sus notas, la misma alegre determinación del hombre que siente al hombre y, con la amable forma de su música, le grita que atienda antes la voz de Dios que la de los hombres. La voz de Aquél que se “revela en la música”. “La verdad”, que él rastreó sobre todo en la unión de la belleza y el amor, es el trasunto nuclear de su vida y de su obra.
En la música culta y especialmente en la clásica, el carácter de voz que va afectando la sensibilidad más profunda del oyente en cada instante hace que la experiencia sensible de la misma sea, exactamente, la de una conversación entre almas singulares, almas desnudas sin duda de adjetivos bariccianos, almas tal cual son. Cada vez que escuchamos un preludio de Chopin, es Chopin mismo quien a través de su intérprete hace sonar su voz. Que lo que oímos sea la interpretación de la voz de Chopin, lejos de “alterarla” la enriquece extraordinariamente toda vez que para poder oír lo que Chopin ha dicho, sus intérpretes han debido “escucharlo” previa, detenida, sentida y minuciosamente hasta conseguir recrearlo. Así, la música no sólo es sólo la efímera conversación de dos voces, es también el silencio de dos almas que recuerdan haber estado “hablando” mediante la belleza. Tal vez por tal característica, Georges Braque afirmara que “la música da forma al silencio, como el jarrón moldea el vacío”.
Este misterio y el carácter instantáneo, efímero, de la música, hacen de ella una forma de arte definitivamente “inasequible” no sólo para los bárbaros, sino también para los cultivados estudiosos de la misma quienes, ante su inefabilidad, no han cosechado mucho más que una enorme perplejidad aún no resuelta. Tan poco resuelta que los músicos contemporáneos Hoffmann y Carl Maria von Weber, nos dicen respectivamente: “la música empieza donde se acaba el lenguaje” y que “es el verdadero lenguaje universal”. Afirmaciones que indican tanto la ausencia de una lengua universal en la que los hombres puedan comunicarse cuanto la existencia de un lenguaje en el que todas las personas pueden entenderse: la música. Y no sólo todas las personas entre sí sino también con el más allá, como experimentara Schumann para quien la música era “el lenguaje que me permite comunicarme con el más allá”.
Hay un misterio dentro de nosotros y es la música quien nos avisa de ello. Más siendo así que dentro de nosotros sólo cabe que exista lo que somos, resulta que sin que sepamos explicarlo, sabemos que somos música. Y algunos pensadores, por lo general los que no han desertado de su naturaleza religiosa, saben que no sólo el hombre es música, también la Creación entera lo es.
Tiene la música encerradas dentro de sí muchas dimensiones trascendentes, muchas claves secretas de lo que el hombre es en verdad. No es imposible entonces que existan bárbaros a los que la música clásica no sólo no les moleste, sino que incluso la amen intensamente. ¿Por qué iban a querer destruirla? Y ¿es seguro que se hayan “ido de ahí”? Yo lo dudo mucho; tanto que no puedo saberlo. Porque ¿es posible afirmar de los bárbaros que intenten vivir sin alma? Creo que no. Y de poder afirmarse de los bárbaros también podría hacerse de la más refinada burguesía que es anterior a aquellos y muy superior –pienso– en la responsabilidad de “su propia barbarie”.
Irwin Yalom, padre del psicoanálisis existencial, describe cómo el hombre que ha “sufrido” una experiencia de conmoción con la música clásica, queda como si hubiera “visto a través de un pequeño agujero de la tapia, otro espacio de su conciencia, otra dimensión de sí mismo que ahora sabe le pertenece: la perfección que ha experimentado le avisa de la existencia del cielo mismo que desea habitar”.
He aquí otro aviso más, y van ya unos cuantos, de cómo la música nos permite “ser en ella” porque somos música. Espero haber atendido con alguna utilidad la invitación de Pepe Boza a preguntarnos sobre “qué tiene la música clásica, porque quizá ahí esté el antídoto para ese virus del postmodernismo bárbaro”. De haberlo intentado, estoy seguro.
Escribo para darte, Pepe Boza, infinitas gracias por la estupenda síntesis que has hecho de mi escrito «Intentando desmontar a Baricco». Y para que sepan los lectores que no era nada fácil pues había mucho donde elegir.
Lo que no sé aún es si he logrado mi propósito.
Y no se me puede olvidar: ¡Fantástico retrato de Ludwig van Beethoven el que has elegido!
Creo que esta vez –nobleza obliga- me toca al comentado ser comentador. El texto es excelente: en un tema dificilísimo e inagotable, consigue abrir al menos una vía de comprensión que nos aclara sobre todo dos cosas: una que Baricco nos da una interpretación muy personal y ahistórica de Beethoven; y otra, para mí de gran valor, nos introduce en la idea del misterio de la música como un lenguaje límite que expresa lo que somos en nuestro nivel más trascendente. La música empieza donde acaba el lenguaje. Por eso el lenguaje más esencial, la poesía, se despoja hasta el límite de sí mismo intentando ser música. Ese “somos música” que aparece a lo largo de toda la arquitectura del texto es, precisamente lo que responde a la pregunta que yo hacía en mi post: el ámbito de la música es infranqueable al bárbaro igual que lo es la poesía, igual que lo es el alma y el hombre mismo. Y, además, esa fe inquebrantable de José Luis que niega la mayor a Baricco dándoles a sus bárbaros la posibilidad de acampar en la aldea musical.