La música nos conmueve. Conmoverse es «ser en algo a la vez». Somos, entonces, música.

Es en el amor donde tiene su origen el canto” ― dice Benedicto XVI―. Y me parece una afirmación verdadera porque es una experiencia universal la de que cuando el amor vive en nosotros o cuando nos visita por sorpresa, lo expresemos, antes que con palabras, mediante música. “La música, como el amor y la belleza no es algo que el hombre cree o invente, sino algo que descubre como don derramado por Dios en su Obra de salvación. Obra de la que el hombre forma parte…. “, escribe el Prof. Novoa PascualLa música ―dice el mismo Beethovenconstituye una revelación más alta que ninguna filosofía”. El paradigma de la música es que su voz es la forma misma del arte. Sólo en ella pasa tal cosa: La voz, en general, es el mero vehículo por el que se expresan las ideas, los contenidos. En todas las otras artes, la forma permanece y es ella la que encierra los atributos artísticos (la voz) del autor.
Oscar Wilde, experimentó el arte de la música como “el que más cercano se halla de las lágrimas y los recuerdos”. Beethoven no se hace grande por la calidad de su obra, aunque por esta lo sea, sino por la grandeza de su dolor, sin el cual jamás la hubiera creado de tal modo. No es él un burgués ilustrado, sino el exponente de la “doliente humanidad”. No trabaja «como un perro» (sic) para deleite de una refinada y pudiente burguesía recién inaugurada sino para desvelar a todo hombre la perfección de su verdadera naturaleza. Y como tantas veces sucede, un talento capaz de generar tamaña belleza, fue inmediatamente “parasitado” por la clase social en auge para, haciéndolo suyo, hacerlo ella.
No hay ningún indicio histórico que permita afirmar que Beethoven trabajara movido por la voluntad de identificarse con ninguna clase social, sino por la voluntad de acercar al hombre universal a las lágrimas del amor universal, único capaz de borrar el doloroso recuerdo de haber sido un día hermanos y haberlo dejado de ser, el recuerdo indeleble del pecado, que la peculiar sensibilidad del músico le permite reconocer en el estado de fractura en que el hombre ha caído. Pero Beethoven solo vive –la vida y la música– en plenitud; sabe que no es un mero artesano de lo suyo, tiene una misión, la conoce, quiere “ofrecerse” al hombre y ¡por fortuna! no se rinde: ¡Volvamos a ser hermanos! ¡Ven! ¡vamos cantando el nuevo día! Antes ha hecho entrar los versos de Schiller: “Alegría, hermosa chispa divina, hija del Eliseo, ebrios de entusiasmo entramos, ¡oh diosa! a tu santuario … “ .

Escuchando sus últimos cuartetos para cuerdas, podemos reconocer en la inmensa tristeza de sus notas, la misma alegre determinación del hombre que siente al hombre y, con la amable forma de su música, le grita que atienda antes la voz de Dios que la de los hombres. La voz de Aquél que se “revela en la música”. “La verdad”, que él rastreó sobre todo en la unión de la belleza y el amor, es el trasunto nuclear de su vida y de su obra.

En la música culta y especialmente en la clásica, el carácter de voz que va afectando la sensibilidad más profunda del oyente en cada instante hace que la experiencia sensible de la misma sea, exactamente, la de una conversación entre almas singulares, almas desnudas sin duda de adjetivos bariccianos, almas tal cual son. Cada vez que escuchamos un preludio de Chopin, es Chopin mismo quien a través de su intérprete hace sonar su voz. Que lo que oímos sea la interpretación de la voz de Chopin, lejos de “alterarla” la enriquece extraordinariamente toda vez que para poder oír lo que Chopin ha dicho, sus intérpretes han debido “escucharlo” previa, detenida, sentida y minuciosamente hasta conseguir recrearlo. Así, la música no sólo es sólo la efímera conversación de dos voces, es también el silencio de dos almas que recuerdan haber estado “hablando” mediante la belleza. Tal vez por tal característica, Georges Braque afirmara que “la música da forma al silencio, como el jarrón moldea el vacío”.

Este misterio y el carácter instantáneo, efímero, de la música, hacen de ella una forma de arte definitivamente “inasequible” no sólo para los bárbaros, sino también para los cultivados estudiosos de la misma quienes, ante su inefabilidad, no han cosechado mucho más que una enorme perplejidad aún no resuelta. Tan poco resuelta que los músicos contemporáneos Hoffmann y Carl Maria von Weber, nos dicen respectivamente: “la música empieza donde se acaba el lenguaje” y que “es el verdadero lenguaje universal”. Afirmaciones que indican tanto la ausencia de una lengua universal en la que los hombres puedan comunicarse cuanto la existencia de un lenguaje en el que todas las personas pueden entenderse: la música. Y no sólo todas las personas entre sí sino también con el más allá, como experimentara Schumann para quien la música era “el lenguaje que me permite comunicarme con el más allá”.

Hay un misterio dentro de nosotros y es la música quien nos avisa de ello. Más siendo así que dentro de nosotros sólo cabe que exista lo que somos, resulta que sin que sepamos explicarlo, sabemos que somos música. Y algunos pensadores, por lo general los que no han desertado de su naturaleza religiosa, saben que no sólo el hombre es música, también la Creación entera lo es.

Tiene la música encerradas dentro de sí muchas dimensiones trascendentes, muchas claves secretas de lo que el hombre es en verdad. No es imposible entonces que existan bárbaros a los que la música clásica no sólo no les moleste, sino que incluso la amen intensamente. ¿Por qué iban a querer destruirla? Y ¿es seguro que se hayan “ido de ahí”? Yo lo dudo mucho; tanto que no puedo saberlo. Porque ¿es posible afirmar de los bárbaros que intenten vivir sin alma? Creo que no. Y de poder afirmarse de los bárbaros también podría hacerse de la más refinada burguesía que es anterior a aquellos y muy superior –pienso– en la responsabilidad de “su propia barbarie”.

Irwin Yalom, padre del psicoanálisis existencial, describe cómo el hombre que ha “sufrido” una experiencia de conmoción con la música clásica, queda como si hubiera “visto a través de un pequeño agujero de la tapia, otro espacio de su conciencia, otra dimensión de sí mismo que ahora sabe le pertenece: la perfección que ha experimentado le avisa de la existencia del cielo mismo que desea habitar”.

He aquí otro aviso más, y van ya unos cuantos, de cómo la música nos permite “ser en ella” porque somos música. Espero haber atendido con alguna utilidad la invitación de Pepe Boza a preguntarnos sobre qué tiene la música clásica, porque quizá ahí esté el antídoto para ese virus del postmodernismo bárbaro”. De haberlo intentado, estoy seguro.

José Luis Rodríguez Rigual, Marzo de 2010.