Los aniversarios están llenos de nostalgia y los cumpleaños de la tele de imágenes que tienen garantizada la añoranza no tanto por su calidad, sino porque están ligadas a nuestras biografías. Con el sexagésimo aniversario de la tele en España se multiplican en los medios las referencias “cariñosas” que no son sino caricias a nosotros mismos más que a esa televisión pasada que ha ido acompañándonos a lo largo del tiempo: nombres, personajes, series emblemáticas, imágenes inolvidables, concursos que congregaron la atención de la sociedad española durante semanas. Todo muy bonito. Muy simpático.
Pero después de celebraciones y nostalgias, conviene pensar un poco en qué han supuesto realmente estos 60 años vividos en compañía diaria de la TV. ¿Nos ha ayudado a comprender el mundo? ¿Realmente la tele ha conseguido construir una sociedad más justa, más feliz, más solidaria, más informada, más democràtica? ¿Somos mejores ahora que hace sesenta años gracias a ella? ¿Ha cumplido con la misión de informar, formar y entretener que la vio nacer? ¿Ha aumentado nuestro grado de libertad y responsabilidad? ¿Recibimos de ella exigentes dosis de verdad, bondad, belleza? ¿Ha sido una aliada de la familia colaborando con los padres en la educación de sus hijos?
Éxito total
Lo primero es dar cuenta de su éxito sin paliativos: aquellos primeros 600 televisores que pudieron ver la primera emisión y que costaban 30.000 ptas. de la época, se han convertido en millones de ejemplares que habitan hoy el 99’5% de los hogares españoles la mayoría de ellos con más de un aparato. Su penetración social, bigráfica, casi biológica… es absoluta.
Matarratos
El tiempo medio de consumo no ha hecho más que aumentar y supera ya la media de cuatro horas diarias: la mitad de nuestro tiempo de ocio, la principal actividad después del trabajo y del sueño; en una persona que viva ochenta años el tiempo absoluto de consumo con esas cifras supone más de doce de su vida completamente dedicados a ver la televisión. Y el tiempo no es un valor numérico frío y aparentemente neutro. El tiempo es biotiempo, auténtica vida transcurrida o por transcurrir, llenada o por llenar. La televisión no sólo ha producido un impacto por lo que nos ha transmitido, sino por lo que no nos ha dejado hacer mientras la hemos consumido. ¿Ha merecido la pena?
Decisión libre: ¿quién tiene el mando?
Sí: he escrito “dejado hacer”. Porque ¿por qué vemos televisión? ¿Realmente es un acto libre de nuestra voluntad? ¿Cómo decidimos encenderla? ¿Podemos comparar el acto de ver la tele con otras decisiones de ocio: ir al cine, leer, jugar, salir con los amigos…? Pensemos cada uno hasta qué punto es una decisión voluntaria o es un automatismo adquirido, programado por la propia naturaleza del medio.
Este es un país libre pero todo el mundo decide hacer lo mismo todos los días a las mismas horas: es el prime time. Todos afirmamos que la programación es muy mala, pero todos la miramos.
La Audiencia
Independientemente de la calidad de lo que ofrece, el número de telespectadores siempre es el mismo (sólo en verano sufre una significativa disminución), se reparte entre todas las cadenas. A veces, hay más en una, a veces en otra. Son las famosas audiencias de las que hablan los programadores. No son audiencias… Somos una única audiencia. Una audiencia fiel y paradójicamente insatisfecha.
Democracia cultural
60 años de televisión. Puede ser un buen momento para analizar el significado y la influencia de la audiencia en los contenidos de la televisión. ¿Realmente tenemos la televisión que nos merecemos? ¿Los programadores no hacen buena televisión porque las audiencias no la demandan? La fidelidad de la audiencia ¿es consecuencia de la calidad de la programación? ¿Por qué baja la audiencia en verano? ¿Qué han medido los audímetros, números o calidades? Si la calidad cultural se midiera por audiencias, el Cristo de Borja debe tener una calidad extraordinaria y los vídeos de gatos en internet, también. Por no hablar de la pornografía que también tiene muchos seguidores.
Durante sesenta años hemos consumido un producto en el que muy pocos –los que la hacen– han influido en casi todos –los que la vemos–.
La Televisión ha generado una producción audiovisual necesariamente fácil, para todos; más espectacular que especulativa, más atrayente que atractiva, más emocionante que reflexiva, más para divertirse que para disfrutar. Da mucho a cambio de muy poco, rompe esa ecuación educativa básica por la que la recompensa se obtiene con esfuerzo. Ver TV es una actividad pasiva que no nos exige más que estar. Es accesible: en casa, gratuita, fácil de manejar, disponible, omnipresente; es espectacular, hipnótica, divertida, entretenida, matarratos…, es decir, evasiva; está sujeta a un horario y constituye una costumbre dominada por los programadores, es un hábito en el que caemos sin darnos cuenta. ¿Democráticamente?
Una ventana al mundo. Pero ¿a qué mundo?
Porque cuando se habla de televisión no se habla de un programa ni de una cadena determinados, sino de un mundo global, un universo electrónico que contemplamos a veces como si se tratara del mundo real en que vivimos y que, sin embargo, no tiene nada que ver con él. Aquella que iba a ser una ventana al mundo, ha deformado el cristal y ha creado su mundo propio que acaba conformando nuestra manera de ver el nuestro.
Un mundo que es espectáculo: cosas asombrosas, poco comunes, variadas, saturadas de color, alejadas de lo cotidiano. Un mundo más elegante y más rico; más urbano y menos rural; más conflictivo y menos dialogante; más ajetreado y menos pausado; más rápido y más simple que el real. Un mundo que responde a un casting, a una selección, a un filtro: actores, cantantes, modelos, deportistas, abogados, políticos, médicos, policías…; con un perfil de edad entre los 25 y 45 años. La niñez y la vejez casi no existen. Un mundo en el que la juventud es el valor supremo junto con el cuerpo y la salud. Un mundo que refleja la cultura del éxito (belleza, lujo, riqueza…): el tener frente al ser, la exacerbación del consumo. La publicidad, la publicidad, la publicidad…. Un mundo hipersexualizado, por supuesto, con el sexo como soporte publicitario, como adorno, como gancho, como nudo narrativo, explícito o implícito pero siempre descontextualizado, casi siempre banal y muy a menudo falso. La mujer como objeto, como marco y referencia de consumo. El peso específico del cuerpo frente al valor de la inteligencia y la afectividad, el parecer frente al ser. Y, cómo no, un mundo violento, conflictivo. La violencia física, pero también verbal; como medio de entretenimiento o el modo más común de resolver conflictos; la muerte natural casi no existe, tampoco el diálogo, la espera, el sacrificio, el esfuerzo, la renuncia, la fidelidad, el silencio.
Una nueva relación laboral: el ocio es el negocio
La tele inaugura una nueva estructura económica que ahora se ha generalizado, agudizada, en internet. Mientras ves la televisión estás trabajando. Nadie regala nada. Las cadenas de TV tampoco. ¿Queremos ver televisión? Pues adelante. Pero conviene que sepamos que no es un acto inocente y mucho menos gratuito. Veamos, con Javier Echeverría, a una persona que consume televisión cualquier día a cualquier hora:
El telesegundo: Mientras ve la TV, regala a la cadena su propio tiempo que junto con el de otros millones de personas, constituye una materia prima valiosísima que es lo que la cadena vende a los anunciantes. Cuanta más gente haya mirando, más valor adquiere el tiempo y más caro lo pagan los anunciantes. Por eso, lo importante es que siempre haya gente mirando y cuanta más mejor, entregando su tiempo. La empresa televisiva no vende programas, vende tiempo nuestro tiempo.
La telemercancía: Por otro lado, la escena presenta a un cliente (cada uno de nosotros) ante un escaparate (la pantalla) de una teletienda (la cadena de TV). El vendedor no es una persona, sino una empresa (a veces la propia cadena que se vende a sí misma, a veces una empresa que alquila el espacio a la cadena para vender). El producto que el telespectador consume no es un programa, sino los anuncios que lo acompañan. Los programas que el telespectador cree consumir, son sólo el envoltorio del verdadero producto de consumo: el anuncio. Los programas son parte del escaparate que sirve para que nos paremos a mirar y…a consumir.
Los nombres propios: Cualquier persona, cosa o suceso que aparece por televisión es mirado por millones de personas con lo que automáticamente y sólo por ello, adquiere un valor nuevo: se convierte en un nombre propio con un valor económico determinado por los millones de ojos que lo miran. Una persona desconocida para todos se convierte en alguien que cobra por ser visto de nuevo. Nosotros lo creamos con nuestra mirada y acabamos pagando por verle de nuevo en una revista, en un acontecimiento social o en la propia TV en la que lo hemos co-creado.
Pero, al menos, los telediarios sí que son cosa seria… ¿o no?
La mitad de los españoles solo se informa a través de la televisión (o de sus extensiones, las redes sociales).
¿Mucha información? Si suponemos que a un medio informativo nacional llegan cada día alrededor de 1.000 inputs informativos susceptibles de convertirse en noticia, a través del fax, el teléfono, los reporteros, los gabinetes de prensa, corresponsales propios, agencias, etc., un diario seleccionará entre sus páginas alrededor de 100, un 10%. Un informativo de televisión no suele sobrepasar el número de 20 noticias, es decir un 2%. Eso sí: los últimos diez años, nos ha convertido a todos en auténticos especialistas en meteorología.
Informarse cuesta trabajo. El periodismo televisivo no está hecho para informar sino para entretener. Querer informarse sin esfuerzo es una ilusión acorde con el mito publicitario. Informarse cuesta: es preciso diversificar, seleccionar, leer para poder profundizar en el significado de un hecho. Ver lo que pasa no es saber lo que pasa.
Las imágenes son un problema. ¿Qué consecuencias puede tener el hecho de que el principal criterio de selección de noticias en un telediario sea el disponer de imágenes de esa noticia? Primero, siempre estarán antes los incendios, los disturbios y violencias, las catástrofes, las guerras… lo dramático, lo espectacular; segundo, no siempre dispondremos de imágenes de lo que sucede; tercero, las imágenes muestran pero necesitan ser explicadas.
Pseudoacontecimiento. Muchas de las cosas que vemos que suceden en los telediarios sólo ocurren porque la presencia de una cámara las provoca o se planean cuidadosamente por los protagonistas de la noticia para atraer la presencia de una cámara. No son noticias, son eventos que quieren ser noticia.
¿Solidaridad? A veces parece que la televisión despierte en nosotros arranques de solidaridad internacional al mostrarnos imágenes del tercer mundo…Pero cuando deja de hacerlo, ¿no es también cierto que contribuye a dar la sensación de que el tercer mundo ha dejado de existir porque ya no lo vemos?
La política. La televisión trivializa todo lo que toca. También la política. Desde que Kennedy ganó a Nixon por ser más fotogénico, hasta los numeritos de Podemos en el Congreso, son sesenta años de videopolítica, un ámbito en el que las ideas han dado paso al espectáculo y en el que los ciudadanos ya nos somos votantes, sino espectadores que votan. Asesores de imagen, campañas, eslóganes, circo mediático.
La hegemonía de la imagen: un camino hacia el pensamiento débil.
Sesenta años de televisión han provocado la hegemonía de la imagen frente a la palabra.
Y la palabra desarrolla habilidades mentales relacionadas con la concreción, el análisis, la síntesis. Facilita el razonamiento, la fuerte articulación del pensamiento, la clasificación. Pero la palabra es densa, difícil: el lector se enfrenta a un universo abstracto y estático, a signos alejados de la realidad material, signos áridos cuya descodificación exige complejas operaciones mentales. Lo agradable del texto escrito no está en lo que se ve, sino en su significado. El lector, incluso el oyente, se ejercita en la paciencia, porque se le exige un placer postergado, que se alcanza sólo a partir del esfuerzo. La lectura exige renunciar a una satisfacción inmediata por una satisfacción más lejana.
La imagen, en cambio es el reino de la sugerencia, de la emoción, de la intuición. Se mide por su punch, por su capacidad de impacto. Ante ella, el espectador se enfrenta a signos concretos cercanos, materiales, gratificadores, que dan recompensa sin apenas esfuerzo y potencian un sentimiento de inmediatez e impaciencia. La televisión nos presenta un universo concreto y dinámico: no se trata sólo de que sean imágenes en movimiento, sino que el espectador, ante la pantalla, se somete a una hiperestimulación sonora y visual cada vez más trepidante para mantener su interés, de modo que esa vorágine de sensaciones acaba por hacerle aburrido todo aquello que es abstracto y estático como la lectura, pero no sólo como la lectura…También la clase, la conversación, el discurso, la meditación, la contemplación, el museo.
…
Sesenta años de televisión. Del blanco y negro, al color. Del monopolio de RTVE a la irrupción de las privadas. De la multiplicidad de la oferta de canales a la uniformidad de lo que ofrecen. De la última decisión de la voluntad –levantarse- al mando a distancia. Del adelgazamiento de los televisores de plasma a la obesidad de los espectadores. De la mejora progresiva de la definición del continente al empeoramiento progresivo del contenido. De los payasos de la tele a los payasos diabólicos. De la “Familia Telerín” a la familia teledirigida. Del lujo de “La Clave” al “Sálvame deluxe”. De Massiel al Chiquilicuatre. Del Gran Hermano de Orwell al Gran Hermano de Tele5. Del Mundo Feliz de Huxley al Divertirse hasta morir de Postman. De la política a la videopolítica. De la democracia a la videocracia. De los ciudadanos que pudimos ser a los telespectadores que somos. De la información al espectáculo. De la contemplación al fisgoneo. De la hegemonía de la imagen, a la debilitación del pensamiento. De la profundización en la realidad a la banalidad del reality. Del hacernos testigos de la realidad a impedir que nos esforcemos en comprenderla. Del «ver con mis propios ojos» al ver por los ojos de los demás. Del fútbol al “Fúbol”, siempre y todo el rato. Y, por encima de todo, –volvemos en siete minutos– la publicidad, la publicidad, la publicidad, la publicidad, la publicidad… Más o menos ciento veinte millones de anuncios.
Sesenta años de televisión. ¿Felicidades?
Referencias