Escrito en primerísima persona, Anna Wienner nos cuenta su peripecia vital desde el mundo editorial de Nueva York al universo digital del Silicon Valley en San Francisco en el año 2013 cuando contaba con 25 años. No es un ensayo sobre tecnología, no es una reflexión sobre los efectos de las grandes corporaciones privadas en la economía global. No es un ensayo crítico sobre internet y sus aplicaciones. Es mas bien, y es su principal virtud, un encuentro biológico y personal con el núcleo duro de Silicon Valley, con el mundillo, el ambiente, las personas reales que han ido construyendo esa burbuja de economía digital idealizada que ahora domina el mundo. No nos habla del efecto de la tecnología sobre los usuarios, sino sobre los propios creadores. CTOs (Directores de Tecnología», CEOs (Directores ejecutivos), programadores, hackers, trabajadores e inversores… casi todos adultescentes sin más biografía que sus títulos universitarios («bebés tiránicos» les denomina la autora «genios efímeros que habían dejado los estudios para convertirse en sus propios jefes y que creían saber cómo funcionaba el mundo y cómo arreglarlo todo» p.240); «El Norte de Californa no proporcionaba una experiencia natural y humana del paso del tiempo. […] —Llevo viviendo como una veinteañera desde hace más de una década— observó una tarde una compañera mientras perdíamos un poco el tiempo en el bar de la oficina»… Todos se van paseando por las páginas y las calles del valle sorprendidos de la potencia inimaginable de sus productos, del crecimiento vertiginoso de sus empresas y de su rapidísimo ascenso económico, mientras beben, van en bici, organizan fiestas, salidas de confraternización New Age o fuman porros en el escenario cambiante de un nuevo San Francisco, entregándose al biohacking u optimización corporal a base de suplementos nutricionales, inyecciones de testosterona, autodescargas eléctricas de 150 voltios y consumo de estimulantes cognitivos.
Y, sin embargo, ya desde el mismo título, se da una ambigüedad que va a estar presente a lo largo de todo el texto. El término «valle inquietante» (‘uncanny valley‘) fue creado por el profesor Masahiro Mori en 1970, a la respuesta de inquietud y rechazo de los seres humanos ante réplicas robóticas antropomórficas que se acercan en exceso a la apariencia y comportamiento de un ser humano real.
El valle es pues una localización geográfica concreta en un momento histórico determinado, pero también es la reacción emocional y el crecimiento progresivo de la inquietud de la protagonista ante la constatación de que lo que allí se está produciendo va mucho más allá del pelotazo económico de unos jóvenes emprendedores para convertirse en un modelo económico, social y filosófico que no solo va a cambiar profundamente la geografía del valle, sino que va a pretender cambiar el continente y el contenido del mundo basándose en la desconfianza y el desprecio de la fragilidad humana frente a la eficiencia y exactitud de la tecnología y de la acumulación de datos de los usuarios, a través de la actividad de grandes corporaciones privadas y monopolísticas, cada vez más ricas, cada vez más poderosas, cada vez más conscientes de su capacidad de influencia económica y política a medida que se va produciendo su propio crecimiento exponencial. Son los grandes ««unicornios» , como las denomina sin pizca de publicidad ni nombres propios: «La startup de análisis de datos», «aquella plataforma que tanto les gusta a los milenials para alquilar dormitorios de desconocidos», «La red social que todo el mundo odia y a la que todo el mundo se conecta», «El gigante de los buscadores», «La startup de software libre».
Su comienzo profesional es en una empresa dedicada a la recopilación y análisis de datos. «No tardé mucho en entender la obsesión por el big data. Los conjuntos de datos resultaban hipnóticos: eran torrentes digitales de conducta humana […] y a cada segundo llegaban más. […] La actividad del usuario nos mostraba cómo interactuaba con el producto […y ] generaba un bucle de respuestas entre el usuario y la empresa […] a fin de dictar o predecir la conducta posterior del usuario. […] Todo lo que hacían los usuarios de una app o de una web -hacer clic en un botón, tomar una foto, mandar un pago, desplazar el dedo a la derecha, introducir texto- se podía grabar a tiempo real, almacenar, agregar y analizar. […] Las acciones de los usuarios se podían escrutar hasta la médula, hasta el nivel más minúsculo imaginable. […] —edad, género, tendencia política, color del pelo, restricciones dietéticas, peso corporal, nivel de ingresos, películas favoritas, estudios, vicios y propensiones— además de algunos parámetros por defecto basados en la IP, como el país, la ciudad, el proveedor de telefonía móvil, el tipo de dispositivo y el código de identificación individual del dispositivo. […] Podíamos ver la herramienta como si tuviéramos una sesión abierta en la cuenta del usuario. […] Algunos llamaban a este tipo de acceso el «modo Dios«.»
Sin embargo, no parece que en un principio el contacto directo con la extracción y monetización de los datos despierte en ella ningún sentido crítico. «No considerábamos que estuviéramos participando en la economía de la vigilancia. No nos planteábamos si estábamos facilitando o normalizando que se crearan bases de datos de la conducta humana no reguladas y en manos privadas» […] Además, ese viejo argumento de claudicación moral: «si no lo hacíamos nosotros, lo harían otros». «[Hasta que] la startup estaba penetrando en el centro del mundo de los negocios. Estábamos vendiendo nuestro producto a grandes corporaciones de dentro y fuera del sector tecnológico. Estábamos vendiéndoselo al gobierno de Estados Unidos. Ya no podíamos negar nuestra responsabilidad.» «Y al final de esa idea: un mundo mejorado por las empresas mejoradas por los datos. Un mundo de mediciones que permitieran dar respuesta al usuario, en el que los programadores nunca dejaran de optimizar y los usuarios nunca apartaran la vista de sus pantallas. Un mundo liberado de la toma de decisiones, de la fricción innecesaria de la conducta humana, donde todo —reducido a su versión más rápida, simple y aerodinámica— se pudiera optimizar, priorizar, monetizar y controlar.» «Toda empresa quería construir una aplicación que los usuarios consultaran múltiples veces al día. Todas querían que el usuario se enganchara, y que se enganchara al máximo.» El diseño de la adicción.
El propio trabajo siempre dependiente de la red traspasa el ámbito laboral. Las relaciones personales desarrolladas «al calor del software, no tenían una correspondencia inmediata con la realidad física. En persona, nos sentíamos todos más incómodos que en los chats de la empresa y en las videoconferencias, donde la conversación fluía.» «Me resultaba confuso que mis compañeros existieran de cuello para abajo.»
La inquietud va en aumento a medida que la biografía progresa y el tiempo pasa. «¿Qué pinta tendrá todo esto cuando seamos viejos? ¿Cuándo dejará de ser divertido?», dice una amiga en un momento dado. Y más adelante, «La novedad se estaba esfumando; el idealismo generalizado de la industria resultaba cada vez más sospechoso. La tecnología, en gran parte, no era progreso. Era un simple negocio.»
Finalmente, las evidencias, la madurez, el paso del tiempo lleva a la autora a reflexionar: «Éramos demasiado mayores para usar la inocencia como excusa. Arrogancia, quizás. Indiferencia, ensimismamiento. Idealismo. Cierta complacencia endémica entre a quienes las cosas les habían salido bien en los últimos años. Habíamos dado por sentado que todo se arreglaría solo.» Quizá tecnológicamente. […] «No sabía quién se engañaba más: la clase emprendedora, por pensar que podían cambiar el rumbo de la historia, o yo, por creerles.»
Desgraciadamente, esa arrogancia, indiferencia, ensimismamiento e, incluso, ese idealismo son los que han compartido centenares de expertos y millones de usuarios de todo el mundo agrupados bajo la bandera del ciberoptimismo. Hasta hoy, a pesar de todo.