Otra intervención de Sherry Turkle en TED completa la anterior. Insiste en el mismo análisis y propone algunas soluciones que sólo pueden partir de nosotros mismos y del reconocimiento de nuestra fragilidad en relación a cómo afrontamos el uso de la tecnología.  De nuevo, merece la pena escucharla. O leerla. El vídeo en el que aparece la traducción española tiene problemas de sonido, así que os pongo la versión inglesa. Aquí está el texto de su traducción.

«Hace sólo un momento, mi hija Rebeca me envió un mensaje de texto para desearme buena suerte. El mensaje decía: “Mamá, arrasarás”. Me encantó. Recibir un mensaje es como recibir un abrazo.

Yo personifico la gran paradoja: soy una mujer que adora recibir mensajes y que, sin embargo,  les va a decir que muchos de ellos pueden convertirse en un problema.

En realidad, este mensaje de mi hija me lleva al comienzo de mi historia. En 1996, cuando di mi primera charla TED, Rebeca tenía cinco años y estaba sentada ahí en la primera fila. Yo acababa de escribir un libro que celebraba nuestra vida en Internet y estaba a punto de aparecer en la portada de la revista Wired. En aquellos días emocionantes experimentábamos con salas de chat y comunidades virtuales, explorábamos diferentes aspectos de nosotros mismos… y luego nos desconectábamos. Yo estaba emocionada. Como psicóloga, lo que me entusiasmaba más era la idea de que usaríamos nuestro aprendizaje en el mundo virtual para conocernos mejor a nosotros mismos para profundizar en nuestra identidad y vivir mejor en el mundo real.

Avancemos hasta 2012. Estoy de nuevo en el escenario de TED, mi hija tiene 20 años y está en la Universidad,  duerme con su móvil al lado, igual que yo, y acabo de escribir un nuevo libro, pero esta vez este no me pondrá en la portada de la revista Wired…

¿Qué ha ocurrido? Todavía me emociona la tecnología, pero creo que estamos permitiendo que nos lleve donde no queremos ir. En los últimos 15 años he estudiado las tecnologías de la comunicación móvil y he entrevistado a cientos y cientos de personas, mayores y jóvenes sobre sus vidas on line. Y lo que he encontrado es que nuestros dispositivos, los pequeños dispositivos que llevamos en el bolsillo, tienen tanta fuerzo psicológica que no sólo cambian lo que hacemos, sino que incluso cambian lo que somos.

Algunas de las cosas que hacemos ahora con estos dispositivos son cosas que sólo hace unos pocos años nos hubieran parecido raras o perturbadoras. Pero rápidamente nos hemos familiarizado con lo que hacemos hasta hacerlas parecer normales. Veamos algunos ejemplos rápidos: la gente envía textos o e-mails durante sus reuniones corporativas. Envían textos, compran, ingresan en Facebook durante las clases, las conferencias o durante toda clase de reuniones. La gente me habla de la nueva e importante habilidad de mirar al que te habla mientras se manda un texto. Me explican que es difícil, pero posible. Los padres escriben en sus móviles en el desayuno y la cena mientras sus hijos se quejan por no tener la completa atención de sus padres. Pero también estos mismos chicos se niegan atención completa entre ellos. Esta es una foto reciente de mi hija y sus amigas estando juntas, pero sin estar juntas. Mandamos mensajes incluso en los funerales…

Yo estudio esto. Nos apartamos a nosotros mismos de nuestros duelos o de nuestras fantasías para meternos en nuestros teléfonos.

Y ¿Por qué es  importante esto? Es importante porque creo que nos estamos provocando un verdadero problema. Un problema en la manera de relacionarnos con los demás, pero también un problema en cómo nos relacionamos con nosotros mismos y un problema sobre nuestra capacidad de autorreflexión. Nos estamos acostumbrando a estar Juntos pero Solos. Queremos estar con los demás, pero también queremos estar en otros lugares conectados a  diferentes sitios en los que no estamos. Queremos personalizar nuestras vidas. Queremos entrar y salir de todos los lugares en los que estamos al mismo tiempo porque lo que más nos interesa es controlar dónde ponemos nuestra atención y no perdernos  nada. Queremos ir a la reunión de la Junta, pero sólo para poner atención en las partes que nos interesan.

Y algunos creen que eso es una buena cosa, pero así podemos terminar escondiéndonos los unos de los otros, aunque estemos permanentemente conectado entre sí.

Un hombre de negocios de cincuenta años se quejaba de que ya no tiene colegas en el trabajo. Cuando va a trabajar ya no se detiene a hablar con nadie, no llama… Dice que no quiere interrumpir a sus colegas porque están muy ocupados con sus correos… Pero luego se detiene y me dice “ ¿Sabes?, no te estoy diciendo la verdad. Yo soy el que no quiere ser interrumpido; me auto convenzo de que lo quisiera, pero en realidad, prefiero estar con mi Blackberry”.

A lo largo de generaciones veo que la gente no se cansa de los demás si y sólo sí pueden mantenerse a una distancia de ellos que puedan controlar. Lo llamo el efecto Ricitos de Oro: ni demasiado cerca, ni demasiado lejos, sólo lo justo. Pero lo que puede parecer justo para un ejecutivo de mediana edad, puede ser un problema para un adolescente que necesita desarrollar relaciones cara a cara. Un adolescente de 18 años que usa mensajes para casi todo me decía con nostalgia: “… Algún día, algún día, pero ciertamente no ahora, me gustaría aprender cómo tener una conversación…”. Y cuando pregunto qué hay de malo en tener una conversación, se me responde: “ Te diré lo que hay de malo: tiene lugar en tiempo real y no puedes controlar lo que vas a decir

Esa es la esencia. Enviar mensajes, correos, publicar… todas esas cosas nos permiten presentarnos tal y como queremos ser. Podemos editar y editarnos, lo que significa que podemos también borrar y borrarnos, y eso significa que podemos retocar y retocarnos: la cara, la voz, la piel, el cuerpo… ni demasiado poco ni tampoco mucho, sólo lo justo.

Las relaciones humanas son ricas, complicadas, exigentes y las limpiamos con la tecnología y, cuando lo hacemos, una de las cosas que puede suceder es que sacrifiquemos la conversación por la conexión. Nos defraudamos a nosotros mismos y con el tiempo parece que lo olvidemos o parece que deje de importarnos.

Me tomó por sorpresa Stephen Colbert cuando me hizo una pregunta profunda. Una pregunta muy seria. Me dijo: “¿No es cierto que todos esos pequeños tweets, todos esos pequeños sorbos de la comunicación on line equivalen a un gran bocado de conversación real?”. Mi respuesta fue: “No, esos trozos no suman”. Nos conectamos mediante sorbos en la red para obtener porciones de información. Puede funcionar para decir “Estoy pensando en ti” o incluso para decir “Te quiero”, para hacernos sentir como me sentí yo al recibir ese mensaje de mi hija. Pero no funcionan bien para para llegar a conocerse y aprender los unos de los otros.

Conversamos entre nosotros, para aprender cómo tener conversaciones con nosotros mismos. Por eso, huir de la conversación puede ser realmente un problema porque ponemos en riesgo nuestra capacidad de autorreflexión. Y cuando los niños están creciendo esta habilidad es una base fundamental de su desarrollo.

Una y otra vez oigo decir: “Prefiero mandar mensajes a hablar” y veo que la gente se está acostumbrando a ser defraudada en la conversación real, conformándose cada vez con menos, de tal modo que llegan casi a estar dispuestos a prescindir de los demás. Así, por ejemplo, mucha gente comparte conmigo el deseo de que algún día, una versión avanzada de Siri –el asistente digital del iPhone de Apple– llegue a ser como un buen amigo, como alguien que escucha cuando otros no lo hacen. Creo que este deseo refleja una dolorosa verdad que hemos aprendido en los últimos 15 años. Esa sensación de que nadie me escucha es muy importante para comprender nuestra relación con la tecnología. Por eso es tan atractivo tener una página en Facebook o una cuenta en Twitter con tantos amigos y oyentes automáticos. La sensación de que nadie me escucha nos lleva a querer emplear el tiempo con máquinas que parecen interesarse por nosotros. Estamos siendo seducidos por máquinas que ofrecen compañía. Estamos desarrollando robots, llamados robots sociales, diseñados específicamente para acompañar a los mayores, a nuestros niños, a nosotros mismos.

¿Acaso hemos perdido la capacidad de estar ahí para los demás? En mi investigación trabajé en asilos y llevé estos robots sociales diseñados para dar a los mayores la sensación de ser comprendidos. Un día, una mujer que había perdido un hijo estaba hablando con un robot que tenía la forma de un bebé foca y que parecía mirarle a los ojos y seguirle la conversación. La consolaba. Puede parecer asombroso, pero esa mujer estaba tratando de dar sentido a su vida con una máquina que no sabe nada del ciclo de la vida humana. El robot estaba cumpliendo una gran función. En ese momento, cuando la mujer estaba viviendo esa empatía de ficción, yo pensaba: “ese robot no puede sentir, no afronta la muerte, ni siquiera conoce la vida”. Y mientras la mujer se consolaba con su robot de compañía, no lo encontré extraordinario. Más bien fue uno de los momentos más desgarradores y complicados de mis 15 años de trabajo. Al dar un paso atrás, me sentí en el centro duro y frío de una verdadera tormenta: esperamos más de la tecnología y menos de los demás.

Me pregunto cómo hemos llegado a esto. Creo que es porque la tecnología nos afecta más allí donde somos más vulnerables. Y, sí,  somos vulnerables. Sentimos la empatía fingida como si fuera algo real. Estamos solos, pero tenemos miedo a la intimidad. Con las redes sociales y los robots sociales, estamos desarrollando tecnologías que nos ofrecen la ilusión de la compañía sin las exigencias de la amistad. Utilizamos la tecnología para sentirnos conectados de manera que lo podamos controlar todo cómodamente. Sin embargo, ni estamos tan cómodos, ni tenemos tanto control.

Hoy estos teléfonos de bolsillo están cambiando nuestras mentes y corazones porque nos ofrecen tres gratificantes fantasías. La primera es que podemos poner nuestra atención donde queramos tenerla. La segunda, que siempre seremos escuchados. Y la tercera que nunca estaremos solos.

Esta última idea –que nunca estaremos solos– es clave para cambiar nuestra psique, porque en el momento en que alguien se queda solo, incluso durante unos segundos, se pone ansioso, se aterra, se inquieta, busca un dispositivo para huir de la soledad. Piensen en la gente haciendo fila para pagar o en un semáforo en rojo. Sentimos el hecho de estar solos como un problema que necesita ser resuelto y lo resolvemos conectándonos.

Pero conectarse es más un síntoma que un remedio, expresa más que resuelve un problema subyacente. La conexión permanente es un síntoma de que estamos cambiando lo que pensamos de nosotros mismos, estamos conformando un nuevo modo de ser cuya mejor expresión podría ser: “Comparto, luego existo”. Usamos la tecnología para definirnos compartiendo pensamientos y sentimientos incluso cuando los estamos viviendo. Antes era: Tengo una sensación, quiero hacer una llamada”. Ahora es: “Quiero tener una sensación, tengo que enviar un mensaje”.

El problema con este nuevo esquema de “Comparto, luego existo” es que si no tenemos conexión, no nos encontramos a nosotros mismos. Casi no nos sentimos. Y entonces, ¿qué hacemos? Nos conectamos más y más. Pero, en el proceso, lo que hacemos es acabar estando más aislados.

¿Cómo se pasa de la conexión al aislamiento? Se termina aislado si no se cultiva la capacidad para estar solos, la habilidad para estar separados, de saber estar con uno mismo. Es en la soledad donde uno se encuentra a sí mismo para poder llegar a los demás y formar afectos reales. Si no adquirimos la capacidad para estar solos, acudimos a los otros para sentir menos ansiedad o simplemente para sentirnos vivos. Cuando esto sucede, no podemos apreciar quiénes son los demás. Es como si los estuviéramos usando como objetos, como piezas de repuesto para apoyar nuestro frágil sentido del ser. Caemos en creer que estar siempre conectados nos hace sentir menos solos, cuando en realidad es todo lo contrario: si no podemos estar solos, estaremos más solos. Y si no enseñamos a nuestros hijos a estar solos, sólo aprenderán a estar aislados.

Cuando hablé en TED en 1996 informando sobre mis estudios sobre las primeras comunidades virtuales, decía: “Aquellos que logran el máximo de sus vidas en las pantallas, alcanzan una gran dosis de autorreflexión”, Y ahora este es mi mensaje: “Reflexionemos y más que eso, dialoguemos sobre el destino al que el uso actual de la tecnología puede llevarnos, sobre lo que ese uso nos podría costar”.

Estamos fascinados por la tecnología y como los jóvenes amantes, tenemos miedo de que hablar sobre ello pueda arruinar nuestro romance. Pero es el momento de hablar. Crecimos con la tecnología digital y por eso la vemos como algo que ha madurado con nosotros. Pero no es así: sólo está en sus comienzos. Tenemos tiempo suficiente para que reconsideremos cómo usarla, cómo construirla, cómo aprovecharla.

No estoy sugiriendo que nos alejemos de nuestros dispositivos, sino que desarrollemos una relación más consciente con ellos, con los demás y con nosotros mismos. Demos algunos primeros pasos. Empecemos pensando que la soledad es buena. Démosle espacio. Busquemos maneras de enseñarla como un valor para nuestros hijos. Creemos espacios sagrados en casa: la cocina, el comedor, y recuperémoslos para conversar. Hagamos lo mismo en el trabajo. En el trabajo estamos tan ocupados comunicándonos que a menudo no tenemos tiempo para pensar ni para hablar de las cosas realmente importantes. Cambiemos eso.

Aún más importante: todos necesitamos escucharnos mutuamente hasta en las partes aburridas. Porque cuando vacilamos, titubeamos o no encontramos las palabras es cuando más nos mostramos a los demás porque somos más nosotros mismos.

La tecnología ofrece redefinir las conexiones humanas, cómo nos ocupamos de los demás y cómo cuidamos de nosotros mismos. Pero también nos da la oportunidad de reafirmar nuestros valores y nuestra orientación.

Soy optimista. Tenemos todo lo necesario para comenzar. Nos tenemos los unos a los otros y tenemos la mejor oportunidad para triunfar si reconocemos nuestra vulnerabilidad. Desconfiemos cuando la tecnología nos dice que puede simplificar algo que es complicado y promete algo más sencillo. En mi trabajo oigo decir que la vida es difícil, que las relaciones están llenas de riesgos. Y ahí está la tecnología prometiendo simplificar, esperanzadora, optimista, siempre joven, como si fuera la caballería a quien llamar en nuestro auxilio. Una campaña publicitaria promete que “on line y con avatares podrás finalmente amar a tus amigos, amar tu cuerpo, amar tu vida”. Nos atraen los romances virtuales, los videojuegos que inventan mundos virtuales, la idea de que los robots podrán algún día ser verdaderos compañeros. Pasamos la tarde en las redes sociales, en lugar de ir al bar con los amigos. Pero nuestras fantasías de sustitución tienen un coste.

Ahora tenemos que concentrarnos en las muchas formas en que la tecnología puede enriquecer nuestras vidas reales, nuestros propios cuerpos, nuestras comunidades, nuestra política, nuestro planeta. Es ahí donde se nos necesita. Hablemos de eso, de cómo usar la tecnología digital para hacer de esta vida, la vida que podemos amar. Gracias».

Referencias

Sherry Turkle en el blog