Nací en un medioambiente simbólico en el que la vida humana era un bien incuestionable. Una sociedad en la que se ensalzaba la lucha por la vida y por la dignidad y en la que, por tanto, se afrontaba de cara la realidad de la tragedia natural de la muerte.
Hoy vivo en un medioambiente en el que los ojos se nos llenan de muertos, explosiones, sangre y heridas de ficción, o se ficciona la muerte real en la espectacularización de la noticia mediática, pero en la que, paradójicamente, escondemos la muerte real bajo la alfombra de eufemismos que la hacen invisible y por lo tanto indolora e inexistente. Una sociedad en la que lo trágico ha desaparecido del imaginario colectivo para no herir la sensibilidad del espectador suavizando todas sus aristas en la banalidad. Una sociedad en la que la realidad de la muerte se esconde y el drama se elimina, como se quiere eliminar el dolor suprimiendo no su causa sino al ser humano que lo sufre. Una sociedad y un medioambiente cada vez más inmaduro, adultescente e incluso infantil.

Mientras la muerte se consume como una chuchería detrás de los agujeros de una calabaza, un ejército de psicólogos acude a dar apoyo en el duelo a los que la tienen que afrontar, se aleja a los niños de los entierros, al cáncer o al SIDA se les denomina larga enfermedad, el niño abortado no sale en la foto y la vida se convierte en un producto  de consumo (madres de alquiler, niños medicamento, la paternidad y la adopción como un derecho ¡no del niño!… sino de los padres y su afectividad). El caso del aborto es para mí mediáticamente paradigmático: un millón de muertos en 20 años que, sin embargo, son muertos invisibles. Ojos que no ven, corazón que no siente y en esta sociedad sentimental, lo que no se siente, como lo que no se ve, no existe. Se ha desdramatizado el drama tras un eufemismo y una ocultación.
Ya sé que en el mundo anglosajón es una tradición infantil alegre y creativa. Ya sé que aquí se impone como un impulso más de colonización consumista.  Pero hoy ­―Día de Todos los Santos y mañana Día de Difuntos―habría quizá que abrir los ojos -o quizá cerrarlos- para poder restituir así lo real de la muerte a la realidad de la vida. Porque detrás del carnaval consumista y trivial en que se está convirtiendo la celebración de la tragedia humana de la muerte, no hay sólo una secularización generalizada, sino que se esconde también ―¿truco o trato?la verdadera tragedia de la banalización de la dignidad humana de la vida.