El discurso público es equiparable, o debe serlo, con la verdad. Y el discurso privado con la mentira. Uno no diría nunca en público muchas cosas que dice en privado, precisamente porque son falsas. Lo público debe ser un filtro para la mentira. Aunque a menudo es un filtro para la verdad.
El artículo 12 de la Declaración de los Derechos Humanos establece que «nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su correspondencia; ni de ataques a su honra o su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques». Es estridente la comparación de este texto con el lodazal incontrolable de Internet.
En Internet todo es mentira y nadie es inocente hasta que se demuestre lo contrario.
Y es que la red es el espacio de la intimidad exteriorizada, de la exterioridad íntima, de la extimidad. Es el espacio público de lo privado en el que las reglas han de ser reinventadas, en el que la ley ―toda ley, incluida, por supuesto, la de Protección de Datos― se licúa en ineficacia.
Sin embargo, es preciso mantener el lodazal activo y en tiempo real. El hombre en red ha descubierto que las cosas están por dentro mucho peor de lo que se suponía. Una lección impagable que debe proseguir.
Cada minuto, a partir del ingente movimiento de millones de foros internáuticos, un hombre puede saber lo que el mundo dice de él. Es decir, para qué vamos a andarnos con rodeos: un hombre puede saber quién es o quién podría ser.
Aunque en Internet todo sea mentira y nadie sea inocente hasta que se demuestre lo contrario.