Gran parte de la opinión pública de nuestro medioambiente simbólico se fabrica desde esas jaulas de grillos que son las tertulias televisivas. 
A pesar del tiempo transcurrido desde el invento del medio, al espectador todavía le cuesta ver en los tertulianos unos trabajadores a sueldo. Sigue mirando con el reflejo condicionado de aquella televisión en la que el que acudía era simplemente un privilegiado cuyo sueldo consistía precisamente en salir en televisión. 
Aún sucede esto con muchos de los invitados pertenecientes a colectivos e instituciones, que en ocasiones acuden a los platos esporádicamente y en calidad de “expertos”. Sin embargo, los habituales en las tertulias ―periodistas, famosos, personajes populares creados por el propio medio…― son “profesionales” de la opinión, es decir cobran por opinar. 
Eso no es malo. Lo malo es que generalmente no cobran porque sus opiniones estén sustentadas en información, análisis y argumentos ―la fuerza de la palabra ajena por completo al reino televisivo― sino porque dan espectáculo. Y cuanto más espectáculo son capaces de crear, más cobran. Es decir, no es la calidad de sus opiniones lo que les hace repetir en las tertulias, sino más bien su fuerza bruta en la pelea cuerpo a cuerpo, navajazo a navajazo en las incruentas aunque lamentables batallas del circo de los platós.
Los datos económicos tienen la fuerza de la evidencia. Son pura materia incontrovertible. ¿Quién y qué vale más?: «Actualmente, por acudir a un programa de debate político un tertuliano puede embolsarse entre una cantidad que va desde los 4.000 euros de los colaboradores fijos de La Noria o los 1.000 de 59 segundos, hasta los 300 euros de los fijos de El Gato al agua o los 100 en forma de cheque de El Corte Inglés a los temporales.» según cuenta la web  Vanitatatis.com.

Qué ¿por qué ladran los perros en las tertulias? Porque les pagan. Que ¿por qué les pagan lo que les pagan? Porque les sustentamos con nuestra mirada.