Vengo observando como profe, desde hace más de veinte años, el progreso de la hegemonía de la imagen a la vez que progresa con ella el diagnóstico del Trastorno de Déficit de Atención con Hiperactividad.  A medida que las pantallas han ido ocupando más sitio y más tiempo en la vida de las familias y de los alumnos, ha ido haciéndose sitio en los centros educativos la presencia de este virus epidémico que ataca directamente el  proceso de aprendizaje de los chavales anulando su capacidad de concentración, dispersando su atención, haciéndoles incompetentes para seguir el ritmo lento del aula, convirtiendo para ellos en un suplicio la inmovilidad de la letra impresa, la falta de interrupciones publicitarias en las explicaciones orales del profesor o la ausencia de cambios de plano en las actividades individuales o de grupo de la clase.

Mientras la televisión, los videojuegos, las consolas, internet, y la multitarea se generalizaban a nuestro alrededor, también a nuestro alrededor crecía la epidemia de inatentos crónicos. A medida que los nativos digitales se nos enredaban con entusiasmo en Tuenti, FacebookYouTube o Instagram, iba decreciendo su capacidad de concentración aunque no con el mismo entusiasmo. A medida que gugleábamos y nos familiarizábamos con el lenguaje y la práctica del Whatsapp y las Apps de los smartphones, crecía el déficit  de atención. En tanto que los dormitorios se llenaban de tecnología, las aulas se llenaban de hiperactividad y las consultas de psicólogos y psiquiatras de supuestos pacientes a los que era necesario diagnosticar.

Desde mi doble perspectiva de profesor y observador atento de las nuevas tecnologías en relación con los usuarios, no he podido evitar afrontar la progresiva normalización social y pedagógica del TDAH con cierto escepticismo. Lo que para mí era un claro síntoma de los efectos de dispersión provocados –no sólo, pero seguro– por la estimulación permanente de las nuevas herramientas tecnológicas era diagnosticado en las consultas de cada vez más psicólogos, pedagogos y neuropsiquiatras como un Transtorno de conducta. Lo que, desde mi punto de vista era tratable simplemente con un cambio drástico de la dieta digital de los chavales y la intervención de sus familias, se empezaba a tratar con fármacos depresores convirtiendo a los alumnos en pacientes y a algunos en pequeños zombies. Escépticos o no, los profesores y muchos padres, asistíamos con melancolía a un nuevo retroceso del sentido común frente a las palabras mayores de un diagnóstico médico, es decir, científico. Confuso, sí, pero diagnóstico al fin y al cabo.

Es por eso que la lectura de un breve artículo de dos Psicólogos, Julio Fernández Díez y Javier Pérez Sáenz publicado en el número 450 de Cuadernos de Pedagogía, ha sido extraordinariamente refrescante y consolador y me he apresurado a reseñarlo y resumirlo aquí para su difusión y disfrute.

EL DEBATE DEL TDAH se titula y se presenta con la siguiente entradilla: «El número de casos de trastorno por déficit de atención con hiperactividad en España no deja de aumentar: su prevalencia se cifra en torno al 7% de la población infantil. ¿A qué obedece este sobrediagnóstico? ¿Qué factores y qué intereses hay detrás de un trastorno cuya existencia es puesta en duda por algunas voces del ámbito científico? […]». Prometedor. Veamos que nos cuentan.

A medida que aumenta y se normaliza la presencia del TDAH en las aulas, el escepticismo, el debate y la polémica no dejan de acompañar a un diagnóstico dudoso. Los padres cuyos hijos lo padecen tratan de convencernos de su validez; cada vez más investigaciones ponen en duda que se trate de una enfermedad y lo catalogan como una consecuencia vinculada a nuestra conducta. Mientras tanto, pediatras, psiquiatras, psicólogos, orientadores, padres y educadores no saben a qué atenerse ni cómo actuar.

¿Qué se sabe al respecto? Se sabe que no se sabe: por un lado, no hay criterios objetivos que hagan válida la catalogación de la enfermedad –marcadores biológicos, pruebas fisiológicas, pruebas genéticas… –. En realidad, toda la psiquiatría moderna está en proceso de revisión de sus criterios generales de diagnóstico en esta misma línea: «Hay que reformar la dirección de la investigación psiquiátrica para centrarse en la biología, la genética y la neurociencia para que los científicos puedan definir los trastornos por sus causas en lugar de por sus síntomas» (Thomas R. Insel, director del Instituto Nacional de Salud Mental de EEUU y máxima autoridad en el campo de salud mental de su país). En el caso del TDAH, algunos investigadores no sólo cuestionan la validez de los diagnósticos, sino la propia existencia de un trastorno que el mismo descubridor del TDAH, Leon Eisenberg, calificó poco antes de morir de «un ejemplo de enfermedad ficticia».

Entonces, ¿a qué se debe el extraordinario sobrediagnóstico que ha convertido a esta “enfermedad” en una auténtica epidemia?. En EEUU ha aumentado un 53% en los últimos diez años –19% de los varones en edad escolar–; en España el aumento es constante y está en un 7% de la población infantil. El TDAH se ha convertido en el segundo trastorno más diagnosticado a los niños y muchos señalan que la causa está en los intereses de las propias compañías farmacéuticas que se frotan las manos con la eficacia de sus campañas. El doctor Conners, una autoridad en el estudio del TDAH, lo calificaba como «un desastre nacional de proporciones peligrosas …Las cifras hacen que se vea como una epidemia. Bueno, no lo es. Es ridículo… Esto es un montaje para justificar la prescripción de medicamentos a niveles sin precedentes e injustificables». Una medicación –el metilfenidato– con una lista de efectos secundarios enorme y clasificado como un narcótico de clase II, la misma que la de la cocaína, la morfina y las anfetaminas.

Otras causas que cita el artículo son socioeconómicas, relacionados en España con la política de becas del Ministerio de Educación por la que este trastorno es el único admitido para beneficiarse de una beca de educación especial por lo que los padres de niños con alteraciones de conducta presionen para que los cataloguen como TDAH con el fin de recibir la ayuda económica que lo acompaña.

Pero es en el final del artículo donde, a mi juicio, se acierta más de pleno en el diagnóstico: «Creemos que nuestros actuales TDAH son, en la inmensa mayoría de los casos, simplemente niños normales que han tenido la mala suerte de nacer en la época equivocada. Una época en la que entran en conflicto un mínimo grado de exigencia familiar hacia los hijos con unas expectativas educativas máximas hacia esos mismos niños; una época en la que con solo apretar un botón se puede entrar en el paraíso de los entretenimientos, pero luego queremos que se mantenga una atención sostenida en la realización de tareas que exigen concentración, dedicación y esfuerzo. […] De momento nuestra única certeza, fruto de la intervención en centenares de casos, es que no hay ni métodos mágicos ni terapias milagrosas. Los niños que superan con éxito las dificultades de atención y de cualquier otro tipo son los que se esfuerzan a diario y son ayudados con constancia, con tesón y sin sobresaltos por sus padres y sus profesores. Nada más y nada menos».

Y menos mal que no ha salido –que yo sepa, todavía, toquemos madera- una App para su tratamiento a través del móvil.