El mando, como la tele, es un acortamiento expresivo que, sin embargo, ha alargado notablemente nuestro brazo haciendo innecesario el esfuerzo de levantarse a encender, a apagar o a cambiar de canal. Ya no nos levantamos a poner la tele sino que nos sentamos a encenderla. Ya no necesitamos incorporarnos y recorrer dos metros para echar una ojeada en el canal de al lado. Si mover un dedo ha sido la expresión clásica del mínimo esfuerzo, ese exactamente es el que se nos pide para hacer ambas cosas. La primera consecuencia es energética ya que millones de leds de millones de televisores permanecen las veinticuatro horas encendidos. Nadie apaga la tele, que se queda en ese duermevela de la espera del impulso electrónico de su puesta en marcha.

En segundo lugar, el zapping, es decir, el mando, ha provocado que las estrategias de los programadores busquen la manera de que el consumo de imágenes publicitarias, verdadera razón de ser de la televisión, no disminuya su cantidad ni su eficacia. El mando ha provocado la radicalidad de la contraprogramación, la intensidad de la guerra de las audiencias que a veces dirimen sus diferencias en picos de minutos o segundos para mantener inmóvil en un canal el gesto imperceptible de nuestro dedo que encumbra o hace rodar cabezas. Pocas veces un gesto tan nimio ha tenido unas consecuencias tan notables.

Por último, y lo más grave y paradójico, el mando es servilismo. El mando nos ha robado un poco más de nuestra soberanía. No es el mando lo que expresamos con el uso cotidiano del artilugio electrónico, sino la sumisión. Con el mando, mandamos menos y consumimos más. El mando pone de manifiesto hasta qué punto nuestra relación con la televisión está basada en la fragilidad de nuestra naturaleza: porque no es la libertad la que se pone en juego a la hora de elegir y decidir el consumo de televisión, es sólo la pereza.

Usen la televisión, no la consuman o serán consumidos por ella. Dejen el mando para tomar el mando.