El lenguaje puede ser turbio, como puede serlo la imagen respecto a la realidad. Cualquier construcción simbólica, lingüística o no, necesita de tiempo y esfuerzo para ser analizada.  Pero la manipulación y el engaño cuando se dan desde lo oscuro y  lo opaco del lenguaje verbal, deben traspasar la barrera de la racionalidad a donde inevitablemente van dirigidas. La retórica, en lo que tiene de tratamiento estético del lenguaje, intenta alejarse de esa defensa apelando a resortes de una mayor sutileza, pero siempre está encerrada en los límites que entraña lo verbal como instrumento.
Sin embargo,  la imagen es un objeto intratable ante el que la razón  se siente desorientada e inerme. Por un lado, su carácter totalizador, global, simultáneo la convierte en un elemento aparentemente inapelable. Por otro, su  inocente transparencia que la hace ser ese cristal invisible  a través del cual creemos ver lo real y que nos lleva a bajar la guardia inevitablemente.

Por eso es necesaria una revisión continua de esas invisibles transparencias desde las cuales los productos mediáticos se convierten en verdades.  Lo que producen los medios son unas construcciones que se precisa desmontar y conocer buscando articular de cada una las mil palabras que se supone tienen como valor y evidenciando siempre la presencia de ese cristal que está sin parecerlo. Los hijos de lo impreso, de la razón y la abstracción tenemos un reto permanente: facilitar procesos de comprensión y conocimiento de la articulación visual, para poder vivir en medio de esta imaginería mediática con garantías de libertad.