Hace ya un tiempo que en nuestro análisis del fenómeno tecnológico, hemos negado la existencia de la llamada Revolución Digital, más una etiqueta del ciberoptimismo y, sobre todo, de la mercadotecnia que del verdadero análisis cultural. Al contrario, sostenemos que con las nuevas tecnologías digitales se ha producido no una ruptura sino una amplificación de todos los fenómenos que había provocado ya la penetración de la televisión analógica en el 99% de los hogares de occidente.
Y lo recordamos leyendo a un compungido Manuel Vilas en El País que afirma que «el ciudadano se ha convertido en público desde el momento en el que la velocidad de las nuevas tecnologías, especialmente las redes sociales, nos nubló el conocimiento».
Habría que recordarle al articulista que, mucho antes, en un proceso que dura ya sesenta años, el ciudadano ha ido dejando de serlo para convertirse en espectador bajo los auspicios de la televisión y la hegemonía de la imagen que lo ha convertido todo en espectáculo. Pero a esa condición superficialmente visual es cierto que la Red, las redes, las pantallas y pantallitas, han añadido velocidad, individualismo, inconsistencia y, sobre todo, enormes dosis de incontinencia. Se podría decir que la reina de las pantallas habría convertido el pensamiento individual en débil, las redes lo habrían amplificado y con Internet, visibilizándolo, se habría manifestado en estupidez colectiva.
Así, «la distorsión» a la que hace referencia el título del artículo y que provocan las redes como reacción a cualquier acontecimiento político o social, desatando «la euforia o la condena sin paliativos, […] en clave emocional» viene precedida por un lento caldo de cultivo cocinado por la televisión y la supremacía absoluta de la imagen sobre la palabra. «No interesa la realidad, interesa una especie de distorsión de la realidad» «No hay análisis de ningún tipo […] se trata de la preponderancia de lo visceral. […] No se requiere la presencia de los hechos […] porque los hechos son irreales o están manipulados u obedecen a intereses inconfesables» En definitiva porque son hechos mediados por una clase periodística sumergida en la misma sopa digito-visual que el público al que se dirige. O incluso, más sencillo aún, porque con las imágenes, nos hemos creído que los hechos son suficientes cuando, en realidad, los hechos necesitan del análisis y del distanciamiento y de la mediación ponderada para dejar de serlo y convertirse en realidades asimiladas y comprendidas por la ciudadanía.
A Manuel Vilas le preocupa la política y habla de la candidatura de Pedro Sánchez, de la independencia catalana o la elección de Trump. A mí me preocupan los síntomas, pero más la enfermedad, una auténtica patología social: «No somos ciudadanos reflexivos. Somos público sediento de espectáculos radicales, quirúrgicos, eufóricos, viscerales. Necesitamos que la vida pública sea espectacular. […] La cultura se ha vaciado de significado. […] Las humanidades están en crisis, es cierto, pero esa crisis no solo se evidencia en los pocos estudiantes que eligen carreras de letras, se evidencia mucho más en la ignorancia política y en los estragos que esa ignorancia producirá a corto plazo.» Y muchísimo más en los referentes culturales cotidianos de la televisión y los youtubers en los que beben y viven los adultos y los más jóvenes.
Se trata, dice, de «un mundo calentado por lo que podríamos llamar “el pensamiento de los cinco minutos”–el fast thinking del que hemos hablado aquí tantas veces–. Es el pensamiento caliente, fruto de la velocidad de las nuevas tecnologías (y de la estupidez e inmediatez de las imágenes). El mundo se ha hecho ininteligible, […]. El mundo occidental son millones de automóviles por millones de autopistas dirigiéndose hacia nadie sabe dónde; miles de millones de guasaps enviados con mensajes ingrávidos y confusos, con emoticonos delirantes; […]»
A pesar de la supuesta sobreinformación o quizá por ella, no sabemos nada. No sabemos cuántos manifestantes acuden a una manifestación. «Ni siquiera podemos saber si el país está creciendo o no. Parece otro misterio teológico. La verdad es inaccesible. De modo que cada cual se construye su propia fenomenología de la verdad, y las redes sociales auspician ese refugio de las verdades privadas. A eso se le llama la posverdad: a una renuncia a la objetividad, porque la objetividad se ha hecho algo indeseable, se ha hecho aburrida. La verdad es aburrida. Y la posverdad ofrece el espectáculo de la irrealidad».
Una vez más nos encontramos con una diagnóstico social negativo alrededor de estas maravillosas herramientas de comunicación interpersonal que supuestamente iban a democratizar definitivamente la vida política eliminando los molestos intermediarios corporativos y a enriquecer nuestra vida cultural con la suma de millones de micro aportaciones para la construcción de un saber universal común y de todos. No parece haber ocurrido. De depósito enciclopédico mundial a gallinero. De información continua y transparente a patio de vecinos. Del saneamiento de la democracia con la participación libre de todos, a la manipulación torticera de las redes y los tuits. Del acceso indiscriminado a la verdad, a la imposibilidad absoluta de la posverdad.
¡Qué útiles son, una vez más, las nuevas tecnologías!
Referencias