Tengo a un puñado de amigos y colegas en el asociacionismo audiovisual algo preocupados por el contenido tan duro y negativo de mis últimos post, hasta el punto de que a alguno de ellos le ha venido a la boca la sentencia  que desata en mí una catarata de nostalgias: resulta que “demonizo la televisión”.

En los más o menos veinte años que llevo en esto de la reflexión sobre los medios hay dos palabras que periodistas, tertulianos, ponentes y conferenciantes, sacan invariablemente a pasear cuando se trata de contrarrestar la argumentación negativa sobre el funcionamiento y, sobre todo, los efectos de la televisión: demonizar y apocalíptico. Te las arrojan como un conjuro que invalida instantáneamente cualquier opinión crítica como nacida de la visceralidad, la irreflexión, el tópico, el mito y/o el miedo. Es lo que los estudiosos de la retórica política denominan estrategia de la división que consiste en colocar al rival la etiqueta de lo que la mayoría rechaza y posicionar el propio mensaje en el extremo opuesto de modo que así, queda automáticamente demonizado el supuesto demonizador.

  El programador de la televisión basura, adula diciendo que el telespectador no es tonto y que es él el que manda en la programación eligiendo los programas con más audiencia en una expresión pura de democracia de las mayorías.

El periodista y el profesional del medio se escudan en el socorrido “no hay que matar al mensajero” que se limita ser testigo fiel de lo que pasa.

 El teórico de la comunicación pone a caldo al medio sin remisión en sus libros, pero se apresura a desmarcarse en público de los que llama despreciativamente intelectuales “cejas altas” diciendo que la tele, por supuesto, no tiene la culpa de todo y que, en todo caso es algo “que está ahí”, “no se puede negar la realidad”, “hay que vivir en el mundo” y, en definitiva, hay que aprender a convivir con ella. Cualquier cosa antes que demonizarla.

 Mis propios compañeros de asociación me remiten a una conferencia que dio a nivel interno uno de nuestros consejeros y estrategas en la que afirmaba más o menos que “aquel directivo o activista al que no le guste la televisión, debería dimitir de su cargo o función en una asociación de telespectadores”. Se trata no sólo de ser bueno, sino de parecerlo. O simplemente de caer bien, siguiendo los pasos de aquel que rezaba: “Señor haz que los malos se hagan buenos y que los buenos se hagan simpáticos”.

 De esta manera, para evitar la demonización, para tener buena imagen, nos mantenemos arrinconados en los exorcismos del “amo la televisión, sin embargo…”, o “la televisión es un medio maravilloso, pero…” o también, el muy socorrido “la televisión no es ni buena ni mala, todo depende del uso que hagamos de ella”… Y la limitación de la autocensura que vigila cuidadosamente cada palabra, cada adjetivo, para poder seguir perteneciendo al cielo de los angelicales integrados nos reduce muchas veces al silencio cómplice en las mesas redondas y en los debates radiofónicos y televisivos.

Pero estoy ya cansado de intentar ser simpático. La tele no lo es. Ni sus efectos. Al pan, pan y al vino, vino. Y a la televisión, crítica clara y dura. No demonización, sino argumentos.

Vean televisión, no la consuman o serán consumidos por ella.