José Ramon Ayllón, cita a George Steiner que se queja en La barbarie de la ignorancia de que, «en todo el mundo, el noventa y nueve por ciento de los seres humanos prefieren –y están en su perfecto derecho– la televisión idiota, la lotería, el Tour de Francia, el Fútbol o el bingo antes que la cultura escrita». El sabio profesor confiesa que lleva toda la vida esperando que la escolarización obligatoria y la proliferación de bibliotecas cambien tal porcentaje, pero se lamenta de que eso nunca sucede por la simple razón de que el animal humano es muy perezoso, mientras que la cultura es exigente.
No sé si estar de acuerdo en su pesimista conclusión de que la cultura por definición es por lo tanto elitista, sólo para minorías capaces, pero lo que es obvio es que el que algo quiere algo le cuesta y que avanzar supone siempre el esfuerzo de poner un pie delante del otro. Y Steiner no había tenido en cuenta la invasión avasalladora de las pantallas.
Hoy no es fácil para el que quiera dedicarse al estudio, a la lectura, a la asimilación en profundidad que exigen tiempo, silencio, concentración, placer diferido…, competir con la distracción permanente que supone el mundo de cristal de las pantallas. Con la velocidad impuesta por el modo de vida tecnológico en el que todo es inmediatez y cambio, con la recompensa al alcance de un clic del ratón, del mando a distancia o de la Play el cuerpo se habitúa a no moverse y el espíritu a la comodidad de recibir distracción a cambio de nada.
Por eso hemos insistido aquí tantas veces que el problema fundamental de las pantallas no es tanto de contenidos como de contenedores. Importa lo que vemos, como importa lo que comemos. Pero el soporte, la máquina, también importan. Es la facilidad de uso, la accesibilidad sin esfuerzo, el brillo luminoso de la pantalla, la novedad que cada clic hace aparecer en cada página, la sorpresa que nos proporciona pinchar en cada enlace, lo que nos hace adictos de esas pequeñas y constantes recompensas de nuestro paseo por las imágenes de la tele o la red. La pequeña distancia entre el sofá y el televisor del salón anulada por el mando, tuvo, por ejemplo, una importancia enorme en el uso de esa pantalla, que ha afectado al tiempo de consumo, al modo de ver la televisión e incluso al planteamiento de la publicidad y los contenidos por parte de los programadores. Y aparentemente no cambiaba nada. Era insignificante.
«Los hábitos adquiridos –dice Ayllón– constituyen una segunda naturaleza superpuesta a la biológica» Vamos tejiendo lo que somos a base de repetir los mismos actos.
Como los estudiantes, compitiendo con las pantallas, no estudian, sino que juegan, queremos trasladar la escuela divertida a las aulas. Sin embargo, como dice Unamuno, «el que quiera enseñar jugando, acabará jugando a enseñar».