Como una primera experiencia personal de automatización muy interesante para ilustrar nuestra relación con las máquinas, cuenta Carr su propio acceso al carnet de conducir. En la academia manejaban un coche automático con el que se sacó el carnet. Su padre, en cambio le dejó para comenzar un viejo Subaru de cambio manual. Tardó en dominarlo pasando por todo tipo de ridículos con sus amigos. Pero tras una semana o dos empezó a pillarle el tranquillo hasta que de «pronto estaba cambiando de marcha sin pensar en ello». Dos años más tarde, consiguió por fin su ansiado primer coche automático: «mi pie izquierdo […] se estiraba en su recoveco bajo el lado izquierdo del salpicadero libre de las exigencias del pedal; mi mano derecha era un soporte para bebidas. Me sentí liberado.» Sin embargo, pronto «apareció una nueva emoción: el aburrimiento. Echaba de menos la palanca de cambios y el embrague. Echaba de menos la sensación de control y participación que me proporcionaban, la capacidad de revolucionar el motor […] de sentir cómo el embrague se soltaba y las marchas entraban, la conciencia de la reducción de velocidad al meter una marcha más corta… El automático me hacía sentir un poco menos conductor y un poco más pasajero»
«Si la conveniencia de una transmisión automática –dice más adelante refiriéndose al invento del Google Car que conduce solo– me dejó un sentimiento de ausencia, de estar ligeramente infrautilizado […] ¿Cómo será convertirse realmente en un pasajero dentro de mi propio coche?»
Se trata en definitiva de optar por qué queremos ser, ¿conductor o pasajero? ¿Qué ganamos y qué perdemos?
Por un lado está claro que los ordenadores han dado un salto cualitativo: no sólo son más rápidos en los cálculos, sino que pueden «replicar nuestra capacidad para detectar patrones, hacer juicios y aprender de la experiencia.» No es que estén “pensando” como nosotros, sino que los programadores han descubierto que muchas de las cosas que hacemos y que consideramos inteligentes, no necesitan en realidad del pensamiento humano: somos manifiestamente imitables, superables… y aún lo seremos más en el futuro porque las máquinas cambian más rápido de lo que nosotros lo hacemos. Y es que «el objetivo ya no es replicar el proceso del pensamiento humano –eso queda por ahora más allá de nuestro entendimiento–, sino más bien replicar sus resultados.» Es cuestión de observar un producto concreto, como una respuesta de Trivial, por ejemplo, y después programar un ordenador para que a su manera logre la misma respuesta. «Sin embargo, la réplica de la información saliente del pensamiento no es pensamiento. […] Lo que realmente nos hace inteligentes no es nuestra capacidad de extraer datos de documentos o descifrar patrones [sino] nuestra capacidad para dar un sentido a las cosas, de entretejer el conocimiento que extraemos de la observación y la experiencia, de vivir, en una comprensión rica y fluida del mundo que podemos aplicar a cualquier tarea o desafío. La reducción de la inteligencia a la capacidad de manejar gran cantidad de datos “puede conducirnos a sistemas con un rendimiento impresionante que son, sin embargo, sabios idiotas completamente inútiles fuera de su área de pericia” (Levesque), máquinas sin sentido común, que no pueden imitar el conocimiento práctico de la experiencia real que es de donde los seres humanos extraemos lo mejor de nosotros: «revelaciones creativas, ilógicas, extraordinarias…».
«Las tecnologías de la automatización estaban todavía en su infancia en la década de 1950. […] en la de 1960 las máquinas eran grandes, caras y no demasiado inteligentes, muy precisas, pero su talento era escaso. […] Parecían poco más que bestias de carga bien educadas y coordinadas.»
Sin embargo, […] al operar con un software […] los sentidos de los robots se agudizaron; sus cerebros se volvieron más rápidos y flexibles; […]su capacidad para aprender, más desarrollada. A comienzos de la década de 1970 estaban realizando trabajos productivos que requerían flexibilidad y destreza: cortar, soldar, montar. A finales de esa década estaban pilotando aviones y construyéndolos. Y entonces, liberados de sus encarnaciones físicas y convertidos en la pura lógica del código, invadieron el mundo […] a través de una multitud de aplicaciones.»
Invaden ahora casi todos los ámbitos profesionales; no se apropian de ellos, pero sí que están cambiando la manera de trabajar. Cada vez dependemos más de ellos, y aceptamos de muy buena gana esa dependencia. Poco a poco «nos veremos obligados a adaptar nuestro trabajo, nuestro comportamiento y nuestras habilidades a las prestaciones y rutinas de las máquinas de las que dependemos».
No son como nosotros, pero al cederles cada vez más nuestro terreno, puede que estén consiguiendo que nosotros dejemos de ser lo que somos: conductores y no pasajeros.
Referencias:
Nicholas Carr, Atrapados, cómo las máquinas se apoderan de nuestras vidas, Madrid, Taurus, 2014.
Superficiales, Doce entradas del blog comentando el libro anterior de Carr