
Lo que hace humana a la comunicación es la existencia de personas a los dos extremos del acto comunicativo. En ese sentido, la comunicación que propician los nuevos canales tecnológicos no puede ser más que humana. La tecnología es una creación humana y humanos son emisores y receptores. El pensamiento que viaja a través de teclados y pantallas es el pensamiento de los hombres. La palabra y la imagen no son tecnologías, sino lenguaje, el rasgo más humano de toda comunicación.
Son humanas también las ausencias que las nuevas tecnologías llevan aparejadas: la ausencia de la calidez humana de la voz, la ausencia de la humanidad de la mirada, la ausencia de la expresividad del gesto humano, la ausencia de la presencia física y humana, la ausencia siquiera de la personalidad humana de la caligrafía. Digamos que sería una comunicación en la que la ausencia promueve una presencia que ha quedado reducida a su mínima expresión de humanidad. Una comunicación humana parcialmente deshumanizada.
El telégrafo y el teléfono y, en cierto modo el libro, asumieron ya parte de estas deficiencias deshumanizadoras, compensadas con la eficacia en la superación de la distancia y el tiempo, pero a la vez el usuario asumía también las limitaciones del canal siendo consciente de ellas: sus elementos positivos nunca ocultaron sus deficiencias comunicativas. No eran sustitutos de la comunicación presencial, sino herramientas para suplirla cuando aquella no se podía dar. En cuanto al libro, es más depósito de memoria que elemento de comunicación interpersonal, aun sin dejar de serlo nunca.
Las nuevas tecnologías, en cambio, con sus enormes posibilidades de comunicación se perciben —peor aún: se viven— como sustitutos virtuales de la comunicación real en una euforia en la que el usuario cree comunicarse igual e incluso más que con la comunicación física. Los poderosísimos beneficios que nos proporcionan –rapidez, instantaneidad, omnipresencia temporal, superación de las barreras espacio-temporales, accesibilidad– hacen que, no sólo no se aprecien sus limitaciones y sus efectos deshumanizadores –omnipresencia, brevedad, superficialidad, virtualidad, sobreinformación inasimilable, adicción…– sino que se experimentan como potenciadores de la comunicación humana. Un espejismo.
Un espejismo que sólo se despeja cuando estas herramientas son dominadas y usadas por los hombres para aprovechar sus ventajas, sin dejarse embriagar por sus, la mayor parte de las veces, inútiles potencialidades. Algo realmente difícil para el común de los mortales, es decir, para todos nosotros.



Excelente análisis, Pepe. Me parece, además, que es esta del espejismo una magnífica imagen-concepto para autotestar la salud de nuestra comunicación virtual.
José Luis
El espejo nos devuelve siempre lo que está enfrente, no detrás de él. Es decir: nuestra imagen, no la de los que han sido nuestros interlocutores. Si, como dices, las herramientas han sido dominadas y hemos sacado provecho de ellas, el espejo nos mostrará una imagen reconocible de nosotros mismos. Y, diría yo, satisfecha de su dominio del artefacto comunicativo. A mí me ha tocado utilizarlo y estoy contentísimo de su existencia: ¿cómo, si no, conocería los «avances» de mi nieta y las tribulaciones de sus papás?
José Luis
Interesante imagen la del espejo, José Luis. Somos, en efecto, no sólo lo que comemos, sino también lo que miramos. Al mirar según que cosas a través de las pantallas lo que miramos nos devuelve una imagen de nosotros mismos. Hay que educar la mirada.
Ese uso del Skype que haces con el otro lado del Atlántico, no tiene, efectivamente, precio. Bendita herramienta.