En el último post relatábamos cómo apareció en nuestra casa aquel extraño que hoy se ha convertido en uno más sin el que sería imposible entender qué es hoy la familia. De entonces a acá, hemos ido introduciendo en nuestras rutinas familiares otras tecnologías, dispositivos y aplicaciones cuya relación con nosotros vamos analizando en este blog. Una de las últimas es el Whatsapp.
Whatsapp es, como todas las herramientas digitales de comunicación innovadoras, una maravilla: puedes ir por el Pirineo de excursión y, si tienes cobertura, hacer una foto del paisaje que contemplas y enviársela a tu hija que está en ese momento en Singapur, por ejemplo. A eso se le llama ‘compartir’. Antes no podías hacerlo. Tenías que interiorizar ese momento o hacer una foto con tu cámara analógica y días o meses más tarde, en el sofá de casa, una vez reunidos tu hija y tú, recordar, rememorar, relatar aquel paisaje o mostrar la foto positivada en papel reviviendo aquella excursión para compartirla. Eran otros tiempos y… otro concepto del tiempo.
Su gratuidad te permite, además, teóricamente economizar llamadas breves que antes se resolvían en mensajes o ‘perdidas’ de aviso o simplemente en llamadas o avisos que no hacías cuando no tenías móvil para hacerlas porque eran absolutamente inútiles («¿dónde estás?», mientras esperas. «Ahora llego», mientras llegas. «Ya te veo», cuando le estás viendo). En teoría, digo, porque finalmente la aplicación a lo que lleva es a un mayor uso generalizado del dispositivo, es decir, a una mayor dependencia del móvil, por lo que todavía no he visto ninguna factura que adelgace por utilizar esta aplicación.
Se organizan grupos, se tiene a la pareja, a los amigos, a los compañeros, a los hijos… Y, si no estás, olvídate porque los que sí están tienen la sensación de que es allí donde se ha dicho todo lo que hay que decir por lo que, inconscientemente, dejan de tener en cuenta a los que no lo usamos. Lo vivo en mis propias carnes.
La pantalla se ilumina y un sonido de burbujeo campanil, avisa de que alguien de cualquiera de tus grupos dice algo. Estés donde estés, estés lo que estés haciendo, el aviso provoca una reacción, un reflejo –incluso meramente cortés-, de ver quién y por qué se pone en contacto contigo. Un nuevo elemento de comunicación… y de distracción permanentes.
Cualquiera que tenga la aplicación o –como es mi caso- viva cerca de ella, sabe de su potencialidad no sólo para distraer, sino para condenar al usuario a una conexión tan inmediata, tan total, tan persistente, tan absoluta… que dificulta los necesarios espacios de autonomía y libertad que proporciona la desconexión, imprescindibles para poder ser sin necesidad de confrontarse constantemente con que los demás te lo certifiquen. Lo que ya ocurría con la mera existencia del móvil que nos pone al alcance de cualquiera en cualquier momento, se ha multiplicado ahora por cien: «te he enviado un whatsapp, ¿por qué no me contestas?»
De nuevo, como siempre, el uso y el abuso están en la misma naturaleza del instrumento tecnológico. Nos puede. Una vez más, un sustituto de la comunicación física, un accesorio de utilidad real, pero parcial y concreta, un sucedáneo comunicativo en fin, ocupa espacio y tiempo reservado a la comunicación presencial como si pudiera sustituirla.
En el post anterior, un extraño interfería la comunicación acaparando nuestra atención a través del entretenimiento. Hoy, un enjambre de tecnologías a nuestro servicio, hacen que nos extraviemos en la conexión y acaban incomunicándonos en la comunicación.
Referencias:
La Vanguardia: Whatsapp ha causado la ruptura de 28 millones de parejas
Siempre interesantes estas reflexiones tecnológicas. Yo vivo rodeada por esta aplicación, y la uso, y me maravilla cómo hemos dado pasos de gigante en la rapidez comunicativa…, aunque a la vez temo por esa comunicación veloz, que en ocasiones, muchas, deja ya de ser profunda (ese momento de compartir en el salón las fotos de un viaje para rememorar y re-cordar). Como todo, el abuso marca la diferencia.
Un abrazo.
¡Hola, Negre! Gran contento de leerte.
Siempre nos estamos moviendo en ese difícil equilibrio entre la bondad de la tecnología y la paradoja de sus efectos perversos. No somos nostágicos de épocas pretecnológicas. Ni neoluditas tecnófobos. Buscamos poner el dedo sobre la llaga del mal uso y del abuso de los dispositivos. Lo que ocurre es que no siempre el origen del uso incorrecto está en el usuario: muy a menudo va implícito en la propia naturaleza de la tecnología que utiliza.
Abrazos.
Qué grato leerte por aquí, Negre. Entre «el uso y el abuso» referidos, deseo que hagas que venza el uso.
Importante lección, amigo Pepe, la que nos dictas hoy. Es una completa y precisa disección anatomopatológica del fenómeno «Whatsapp» y sus efectos: superficialidad e incomunicación.
Apuntábamos hace poco algunos «barruntos». El de hoy es uno de ellos: la hipercomunicación hiperveloz. De mis conocidos que la usan con cierta profusión ninguno de ellos hay que no haya dicho estar «ya» harto del invento. Ensayan su liberación de lo excesivo migrando de Whatsapp a otras aplicaciones similares («Line», «Viber», etc) por ver si «siendo lo mismo no lo son tanto». Pero resulta suceder lo que apuntas en tu artículo: como en ellas no están todos los que eran… no que queda dicho todo lo que hay que decir (entre ellos, claro). Tal vez, ¡ojalá! estén empezando a sentir una suerte de secuestro «con-sentido» de sí mismos, del todo «extraño», que les esté haciendo sufrir la pérdida del control de sus vidas. De ser así, y pocas dudas caben de que lo sea, estarían haciendo su aparición, globalmente, alteraciones del orden fisiológico de los organismos hiperconectados.
José Luis
Por eso le decía a Negre que en muchas ocasiones es la propia naturaleza de las aplicaciones y los dispositivos, los que llevan en sí el germen de los problemas. Buenos, buenísimos, pero a la vez problemáticos. Y aquí estamos para intentar definir problemas. No para volver al pasado, sino para conseguir un mejor futuro.
Perdón: quería comentar brevemente el vídeo. No el propio vídeo sino lo que en él aparece: una forma de «relación amorosa» bastante común en la actualidad, resultado de numerosos factores de toda índole cuyo análisis resulta imposible en espacio tan magro como el presente.
Lo que vemos primordialmente en el vídeo es una pareja insegura de su amor, de sus sentimientos. Hay también, en medio de los dos, una aplicación comunicativa (de ella trata el estupendo cortometraje, en verdad me parece tal, pues hay un guión textual bien trabado y no peor escrito; hay una buena narrativa visual y hay una notable interpretación de los actores) que se nos presenta como «culpable» de esa inseguridad y del desenlace final o ruptura de la pareja. ¡Pero! y en mi opinión ésa es la trampa o, mejor, ahí está el error, la incapacidad de conocer los propios sentimientos y confiar en los del otro miembro de la pareja, no puede ser nunca provocada por el artificio comunicativo sino por la endeble arquitectura personal que, naturalmente, es previa al empleo de dicho artificio.
Cosa bien distinta es que la aplicación de que se trata facilite -por las características de su uso- «instaurar relaciones», «jugar al juego del amor -bien entretenido, por lo demás-«, «dar salida a la expresión de deseos, ensoñaciones, caprichos, sentimientos virtuales, que de suyo serían difíciles de expresar -por su falta de realidad- personalmente o, como oímos hoy cada vez más, presencialmente.
En resumen y como tantas veces nos ha advertido Pepe Boza: «primero construir buenas cabezas».
José Luis
Y buenos corazones, amigo. Todo un reto que, superado, puede con cualquier tipo de cortapisa tecnológica.
Excelente comentario del excelente vídeo. Coincido contigo: está muy bien pensado, rodado e interpretado.