“No se pueden poner puertas al campo”, “Han venido para quedarse”, “No hay alternativa”, … Es inevitable. No podemos hacer nada. Es la retórica de la inevitabilidad una de las más poderosas armas que ha permitido y permite a las grandes tecnológicas, dominar de modo global sin encontrar resistencia porque las percibimos como un glaciar o una riada: una cosa que solo nos deja la posibilidad de sumarnos a ella o de soportarla como mejor podamos.

En palabras de Shoshana Zuboff, «un artero fraude dirigido a fomentar nuestra impotencia y nuestra pasividad.» O, como dice Langdon Winner «La aceptación incondicional y acrítica de la tecnología se ha convertido en una característica de la vida moderna sencillamente porque nadie se molestó en preguntar si existían otras posibilidades. Nos hemos dejado arrastrar hacia una especie de compromiso con un modelo de inercia o deriva tecnológica. Nos rendimos ante el determinismo tecnológico».

 No repitamos ese tipo de frases colaborando con la extensión del engaño. Salgamos de esa riada. Opongámosle resistencia y nademos contra corriente. Es mentira, no es inevitable.

No solo se puede, sino que se debe poner puertas al campo: límites; normas; tiempos de uso; eliminación de notificaciones; dejar el móvil en silencio y/o no dejarlo sobre la mesa cuando estamos con los amigos –no somos médicos, bomberos ni policías… no necesitamos estar permanentemente localizables, no pasa nada porque nuestros amigos o familiares no sepan nada de nosotros durante un par de horas o una tarde o incluso un día entero…–; a no ser que seas médico, policía o bombero y estés de guardia, no cojas el teléfono si estás atendiendo a otras personas presencialmente: ellas son las importantes; y si esa persona es tu pareja, todavía más; no exhibirnos en el postureo de las redes sociales; no estar en ellas, sino es porque precisamos hacerlo profesionalmente; evitar el cotilleo de la mirada o, sobre todo, su degradación a través del consumo erótico o pornográfico…; no consultar el dispositivo constantemente a ver si alguien ha dicho algo o a ver si ha pasado algo nuevo; si enciendes tu teléfono para hacer algo, hazlo y no aproveches para mirar mensajes y otras aplicaciones… Ponle puertas al campo. Sé verdaderamente el dueño de tu herramienta tecnológica. Sácale partido, pero no permitas que otros decidan por ti.

Por supuesto que hay otras alternativas: cultivar la presencia, el cara a cara; conversar, llamar por teléfono en vez de enviar un mensaje, cuidar las amistades, pensar en las personas; contemplar; en la parada del bus, o en la espera callejera, mirar el espectáculo de la ciudad, mirar a los demás, no hace falta que aprovechemos para mirar el móvil: es él quien se aprovecha; atemperar todo lo posible la natural tendencia a compartir que se puede convertir en un cansado y empalagoso fastidio para el receptor; concentrarnos en el trabajo; meditar, pensar, estar simplemente en silencio con nosotros mismos. Y leer, leer, leer…; leer textos exigentes que aumenten nuestra capacidad lingüística y de pensamiento crítico frente a la presión del espejismo y el impacto engañoso de las imágenes; leer artículos de fondo; y sobre todo leer libros –mejor en papel (relee, subraya, anota…) frente a la presión del  ruido de enlaces, imputs informativos fragmentados, vídeos, reels y tweets; distanciarse de la rabiosa y fragmentada actualidad profundizando en el pasado para entender el futuro; distinguir entre disfrutar y divertirse: sacarle jugo a las cosas, al cine, a la literatura, a la vida, a las personas, en vez de entretenerse en pasatiempos y matarratos digitales; ser actor y no espectador, vivir en vez de pasar la vida viendo cómo viven los demás; no engordar al monstruo: siempre que sea posible, comprar y pagar en el comercio físico y de proximidad (no te engañes, no siempre es cuestión de eficacia, también juega su papel la pereza).  

“No hay que estar”, no es necesario. O, al menos, no es imprescindible. Es otro espejismo engañoso del mercado del consumo audiovisual. Sigues existiendo, aunque no estés. A no ser que compitas en el mercado de la atención, de las audiencias, del share… no necesitas publicitar digitalmente lo que haces, lo que opinas y en absoluto, lo que eres. Es aquí donde existes. Es con el prójimo con el que te juegas los cuartos, es en el día a día, en el barrio, en la ciudad, en el trabajo, en la amistad… Esa aldea global inabarcable es un invento. No necesitamos salir en la foto.

“Los jóvenes no están ahí”. No hay nativos y emigrantes. No hay brecha digital. No existen los millenials, ni las generaciones X, Y o Z. Son solo etiquetas exclusivamente sociológicas ¿Existen, en realidad, los jóvenes? Es cierto que a una gran cantidad de niños se les compra un smartphone a los once o doce años inapropiadamente; es cierto que ingresan en las redes con el entusiasmo de la novedad hasta el punto de llegar a creerse que es allí donde han vivido siempre; es cierto que, vulnerables, eso crea en ellos enormes problemas de ansiedad…Pero también es cierto que se cansan, se aburren y están hartos y que poco a poco, mientras van madurando y avanzando, aprenden que es en la realidad física donde se encuentra el verdadero drama: se enamoran, estudian, opositan, trabajan…Viven.

“La tecnología tiene consecuencias independientemente del uso que hagamos de ella”. Nos conforma. Transforma nuestra mirada, nuestras sensaciones, nuestros hábitos, la utilicemos bien o mal. Crea en nosotros necesidades artificiales que antes no teníamos: asumimos con el móvil, por ejemplo, y especialmente con el WhatsApp la obligación de estar disponibles, localizables y conectados 24/7. Parece realmente útil. Pero ¿lo es? Antes de su aparición vivíamos felizmente desconectados e ilocalizables la mayor parte del tiempo, vinculados a los límites de los tiempos y espacios del teléfono fijo. Y, sin embargo, el dispositivo y la aplicación, han convertido nuestro teléfono en un busca, han creado en nosotros una necesidad nueva –la disponibilidad del médico o del policía– nos han hecho absolutamente dependientes de esa nueva necesidad a la que paradójicamente estamos muy agradecidos, y han convertido el encuentro físico o telefónico en una extraña rareza.