Debajo, la negrura azulada de la noche se rompe por las pequeñas luces de la estación de tren, algunas farolas y casas aisladas. Un poco más allá la luz de la luna reverbera en el ancho y caudaloso Duero portugués. En la otra ribera, enfrente, centenares de pequeñas luminarias señalan en la ladera negra la presencia silenciosa y lejana de un pueblo. Arriba el cielo cuajado de estrellas. Canta un grillo”.
El cuerpo fatigado de la prolongada subida, descansa ahora dejando que la mirada se llene, pletórica, de la inmensidad del cañón de que abierto y extenso se ofrece a nuestros ojos mil metros más abajo. La senda delante de nosotros se extiende excavada en la roca. Recorrerla es una mezcla riquísima de nuestra pequeñez y la grandeza del paisaje que te sorprende en cada curva del estrecho camino. Un buitre, de pronto, flota debajo de nosotros y se eleva sin apenas esfuerzo. Mientras descansamos, contemplando ya el circo de antiguo glaciar amplio, lejano, inmenso, un sarrio se aproxima curioso a apenas diez metros de nosotros. La marmota grita nuestra presencia. El cielo es azul, la roca gris, las nubes blancas”.

El sol de mediodía cae a plomo sobre los hombros. La hora y media de subida ha agotado ya casi las reservas de agua. El pedaleo es automático y para seguir subiendo sólo queda la visión de la meta allá arriba, en el cielo, que corta la cresta última, y la belleza del paisaje que vas dejando atrás empequeñeciendo el valle y el pueblo. Esfuerzo, fatiga, belleza, meta, sentir el propio cuerpo  que nos pide para y exigirle cada vez un poco más. Son los últimos metros. La llegada. El descanso. La vista conquistada. Despacio, un cigarrillo. El último trago de la última agua y luego la bajada, recompensa de vértigo y frescura”.

La mesa bajo la sombra del emparrado es el centro de voces y rostros sosegados y alegres. El café, algún licor, el hielo de los vasos, acompañan a los intervalos del silencio y la conversación que fluye apacible y sin tiempo. Es la compañía, el compartir, el mirarse a la cara, el reconocerse de la tertulia, quizá la comunicación más humana”.

Es el tiempo de la desconexión, las vacaciones, cuando el tiempo es verdaderamente nuestro. Tiempo ordinario, tiempo humano. Bendito tiempo. Auténtico prime time.

Ni la programación ni la tecnología ―teóricamente a nuestro servicio­― no se adaptan a nuestro tiempo, sino que se adueñan de él y lo conforman. Somos durante meses prisioneros de ese otro prime time: tiempo urbano, tiempo dinero, tiempo espectáculo, tiempo consumo… tiempo, en realidad, subprime.