
La afición por los animales domésticos no ha dejado de crecer. Es una pasión sobre todo propia de países occidentales y del llamado primer mundo que ha generado toda una industria consumista de venta de animales y accesorios; de veterinarios, peluquerías, revistas, programas de tv y de radio alrededor del cuidado de las mascotas. Una pasión que en los últimos años ha crecido tanto que ha obligado a desarrollar toda una legislación para regular el registro sanitario de los animales, la responsabilidad civil y penal de los propietarios, la creación de lugares específicos en parques y jardines para que se lleven a cabo las deposiciones de los animalitos e incluso la obligatoriedad de su recogida cuando esta se produzca en la vía pública, ingrata tarea que los dueños llevan a cabo con encomiable obediencia y admirable naturalidad.
Las mascotas y su proliferación social puede obedecer entre otras cosas a la frustración que flota en el medioambiente de las sociedades desarrolladas enraizada en esa necesidad humana de cariño, de respuesta, de relación, de comunicación permanentemente insatisfecha. «Una forma de protegerse de las decepciones que surgen de la relación con los demás –dice Lipovetsky–. A diferencia de los humanos, los animales no decepcionan nunca. No se espera de ellos lo que no pueden dar, se les quiere porque siempre son así, porque nunca cambian y nunca nos engañarán. El animal de compañía es un seguro contra las esperanzas defraudadas y al mismo tiempo una compensación por los desengaños que vive el individuo en la actualidad».
Se dirá que es coger el rábano por las hojas, pero ¿no es la mascota un perfecto trasunto de lo que está pasando hoy con las pantallas?
Desde aquel primitivo Tamagochi de Bandai que se puso de moda en los noventa, pasando por la pantalla del televisor que se enciende como mero productor de compañía para romper el silencio de la soledad de una casa vacía, nuestras conexiones digitales –como las mascotas– nos dan la sensación de estar en compañía sin tener que someternos a las exigencias de la compañía real. Nos proporcionan una compañía virtual que conlleva menos riesgos porque se puede controlar desde la punta del dedo, sin las complicaciones de una relación cara a cara. La adicción que en ocasiones crean está basada, también como en el caso de las mascotas, en ese hambre insaciable que nos lleva a buscar la relación –aunque sea en forma de sucedáneo– allí donde esté, aunque sea una relación electrónica y de plasma.
Los que somos emigrantes y hemos accedido a la tecnología desde la realidad, mantenemos un vínculo con ella que nos protege contra ese espejismo, pero para los nativos que están construyendo su identidad en esa mixtura de redes y experiencias no es tan sencillo distinguir y establecer fronteras nítidas.
No hay tecnología ni mascota que supla la necesidad de la presencia del otro. Aunque el otro sea insoportable. Nada puede sustituir al encuentro personal. No hay tecnología ni mascota que supere la riqueza del propio ser humano que tenemos al lado. En una cultura del verlo todo no podemos olvidar que necesitamos sobre todo la mirada del otro para completarnos, entendernos, vernos, verle y ser nosotros mismos.
Una entrada redonda, Pepe. Estoy de acuerdo en todos sus puntos. Por eso, sin discrepar del sentido profundo de lo que has escrito, me voy a permitir indicar alguna diferencia cualitativa que, a mi juicio, reporta la relación con ambos tipos de mascotas.
De entrada, en la naturaleza de ambas: mientras las mascotas vivas, singularmente los perros, poseen «algún tipo de alma», las pantallas en absoluto. Ello da razón de porqué a los perros se les habla y a las pantallas no. Este hecho no es de menor importancia, pues posibilita, en un primer estadío de perfección, la construcción de «algún tipo de relación» con las mascotas-perros, como lo es, vg., la relación de obediencia-recompensa.
Las pantallas nos esclavizan sin darnos (en realidad) nada y de ello se deriva una «relación» de sumisión: a su «autoridad» le entregamos nuestro tiempo (valga decir «vida») y, bien lo experimentamos, nos devuelven «tiempo perdido» (valga decir «muerte»). Por eso, en el fondo, las odiamos. Las odiamos también porque ponen de manifiesto nuestra incapacidad de vivir «otros actos de la voluntad».
Más que de amor-odio, nuestra relación con estas mascotas hertzianas es de sumisión-odio. Nótese que confesar hoy odio por las pantallas, singularmente la de la TV, no está «permitido» pues se aparta del pensamiento-uniforme imperante. Y en cierto modo es comprensible: ¿Cómo decirle al comprador de una moderna Smart-TV,
3D, Ultraslim, FullHD, 600 Hz, Sound Cinema, 50.000″,… que le ha costado una pasta (si no es que la ha comprado a plazos)… que es un esclavo de su nueva mascota?
Con los perros, la relación implica sacrificios: atención personal, gastos económicos, dedicarles «tu» tiempo, vigilancia de su estado,… Por ello, estos sacrificios «voluntarios» que se actúan, posibilitan la construcción de una relación de «verdadero amor» hombre-perro.
Es verdad que no sustituye de manera perfecta la relación hombre-hombre, pero…..
José Luis
Tienes toda la razón, José Luis.: no hay color.
La comparación es puramente didáctica.