«¿Dónde va Vicente? Donde va la gente» decíamos de pequeños para expresar la deriva del que no tenía personalidad y se convertía en un «imitamonos». Mucho ha llovido y hoy a lo que antaño era un reproche se ha convertido en norma bajo la fórmula social  del adjetivo «democrático».
La etiqueta “democrático” se aplica hoy como una especie de denominación de origen pata negra sin la que es imposible ser alguien en el mercado de la política, de la información, de los medios, de casi cualquier cosa. Dice Gregorio Luri en el libro que en su día comentamos que es una verdad instalada que todo lo que es democrático es noble: si la cultura democrática ha ido diluyendo las diferencias de clase entre las jerarquías sociales y estéticas, esta eliminación es noble; si la cultura democrática ha impuesto la democratización del gusto, esta democratización es noble; si la vulgaridad se impone como una forma democrática de comportamiento, la vulgaridad es noble. La defensa de la jerarquía es antidemocrática. La defensa de la excelencia es antidemocrática. Las dos son profundamente innobles.

Por supuesto que por ser numéricamente democrática ―nueve de cada diez estrellas usan Lux―, la opinión pública tiene un valor superior al de la voz aislada del experto. Bajo ese prisma, los audímetros son el paradigma democrático porque señalan lo que una mayoría social apoya con sus ojos y con su tiempo. Sin embargo, ni en la cultura, ni en la escuela, ni en la familia, ni en la empresa, ni en la ciencia,… se actúa ― se debe actuar― con criterios democráticos.

Cuando es el consenso ―el acuerdo general de las mayorías­― el más poderoso criterio para la toma de decisiones, la democracia muestra su grandeza, pero también su enorme limitación y su fragilidad, porque decide renunciar a la verdad y al bien como objetivos de su acción y se echa en brazos del relativismo. En un sistema así, ya no hay valores morales en juego porque todo es moralmente irrelevante ya que no se hacen las cosas porque sean buenas o malas para la sociedad y sus ciudadanos, sino sólo porque hay una mayoría que las apoya.

La democracia política está sustentada en aceptar cerrar los ojos ante la mentira de que los que son más, sólo por serlo, son los que tienen razón.  Pero los números y sus mayorías sólo deben ser relevantes en las urnas. Una vez cada cuatro años y sólo una vez, como un mal necesario e inevitable, deben ser las mayorías las que deciden la elección de un gobierno. Después, salvo en el Parlamento, debemos volver a la realidad de que en el resto de las esferas de la vida ―incluso en la tarea de gobernar­― las cosas no funcionan así. O no deberían. Sólo el hecho de que la política se haya convertido en un mercado de votos bajo los focos del espectáculo transmitido en directo por los medios, hace que durante cuatro años, los gobiernos actúen en un escenario llamado campaña electoral en vez de gobernar y la información sobreviva en un mercado de audiencias buscando consumidores en lugar de lectores o espectadores o radioyentes. Se confunde democracia con mercado. Ciudadano con consumidor.

« ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente». Y Vicente no deja de seguir a sus conciudadanos aunque le lleven una de cada diez veces al huerto.