Una mañana de octubre. Cuarto curso de Educación Secundaria. 16 años. Colegio concertado, católico para más señas, en un barrio urbano de familias de clase media-alta. Ciencias Sociales, Geografía.

El civilizado profesor está repasando la localización de los países del mundo. Ha explicado la distribución de la riqueza, las diferencias climáticas, la incidencia de la colonización europea y el posterior proceso descolonizador en la actual situación de algunos continentes… Con cierta experiencia, está pellizcando aquí y allá intentando averiguar qué han entendido sus pequeños bárbaros, empapados todavía a las nueve de la mañana de los últimos incidentes de la serie televisiva de ayer noche y de las últimas imágenes y comentarios del surfing a través de Tuenti, el Messenger o Fotolog. Con la intención de mantener la atención y dar una oportunidad a la respuesta correcta, formula una pregunta que no pensaba hacer: se trata de pura función fática y elevar la confianza y autoestima.

«¿Cuál es el país más pequeño del mundo?» Tras un largo titubeo de búsqueda mental por el Mediterráneo y muchos intercambios de miradas inquisitivas, sólo un alumno responde: «Ciudad del Vaticano». Una cosa lleva a la otra y el profesor pregunta « Sabéis qué es Ciudad del Vaticano y dónde está?»

Esta vez el silencio es más largo. Hay algunas respuestas confusas que indican que no, que no lo saben.

La clase se llena de sonrisas y alzamientos de hombros. El estupor se dibuja en la cara del civilizado profesor que sólo pretendía mantener el contacto.

P.S.: En el pueblo ribereño de Arguedas (Navarra) conozco un bárbaro bar que se llama Baticanoo.